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UniversidaddeCádiz
Observatorio Atalaya Servicio de Extensión Universitaria del Vicerrectorado de Sostenibilidad y Cultura de la Universidad de Cádiz

9.6 Lo que saben de las imágenes. Fotografía y medio digital

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por Alberto Martín Expósito

 

Existe un conocido marco de análisis para la fotografía propuesto por John Tagg hace casi tres décadas que sin duda sigue teniendo validez. Afirmaba entonces, resumiendo él mismo la metodología propuesta, que la fotografía en cuanto tal carece de identidad, pues como medio carece de significado fuera de sus especificaciones históricas. Que su posición como tecnología varía con las relaciones de poder que la impregna, del mismo modo que su naturaleza como práctica depende de las instituciones y de los agentes que la definen y la ponen en funcionamiento. En definitiva, que su función como modo de producción cultural está vinculada a unas condiciones de existencia definidas, y sus productos son significativos y legibles solamente dentro de aquellos usos específicos que se les dan. Su historia no tiene unidad. Es precisamente ese campo de espacios diversos y múltiples, aunque especialmente institucionales, el que debemos estudiar, no la fotografía como tal. (1)

Una década más tarde Marc Augé, en una línea complementaria, afirmaba que «la imagen puede servir a todas las causas […] la imagen es una imagen. Cualquiera que sea su fuerza, solo tiene las virtudes que uno le presta. Puede seducir sin alienar, siempre que todo un sistema no se empeñe en hacer de ella un instrumento de descerebración. El destino de la imagen no le pertenece. Ni tampoco el nuestro». (2)

Algunos años después, en respuesta a la pregunta sobre lo que una imagen dice, sabe o podemos saber de ella, escribía José Luis Brea, en su recorrido por Las tres eras de la imagen: «¿Qué es lo que una imagen sabe? Que ella no habla – ni en ella se dice – sino el «mundo» al que pertenece. O para ser más preciso: la episteme en la que se inscribe, con la que se conjuga.» (3)

Tres referencias que pueden servir como punto de partida para abordar algunas reflexiones sobre la fotografía, y por extensión la imagen, en el momento actual. Una referencia temporal que inevitablemente aparece como provisional, inestable y probablemente fugaz, a la vista de las radicales transformaciones de las tres últimas décadas. La fotografía digital, lo numérico, internet, las redes sociales, los teléfonos inteligentes, las plataformas digitales, los algoritmos, el Big Data,… Una secuencia que jalona los sucesivos cambios, alteraciones o intensificaciones en el campo de lo fotográfico y que prácticamente han afectado a todos los ámbitos: desde la ontología de la fotografía, su naturaleza, el régimen de verdad, su relación con lo real, lo virtual, el peso de la ficción, las narrativas, sus renovados e intensos usos sociales, su nuevo papel en la configuración de los imaginarios y especialmente en el relato del yo, el control y los nuevos encuadramientos institucionales y, sobre todo ahora, económicos y empresariales, el almacenamiento y gestión de las imágenes, la comunicabilidad y transferencia de información visual, la relación entre texto e imagen, la lectura de las imágenes y, así, un largo etcétera difícil de delimitar. Un decurso a lo largo del cual, como es lógico, encontramos relatos y contrarrelatos a propósito de ese marco, ese sistema, o esa episteme respectivamente. El desvanecimiento de los contextos desde los cuales una imagen sabe o dice, o se le hace decir, señala quizás el paso desde el poder, hacia el biopoder y progresivamente, ya ahora, hacia el psicopoder. (4)

En primer lugar, la cuestión de la ontología y de la especificidad del medio que durante mucho tiempo, y fundamentalmente desde los años ochenta, protagonizó y ocupó buena parte del hacer teórico. Probablemente haya sido en la construcción y teorización de lo posfotográfico, de la posfotografía, donde podemos encontrar uno de los últimos capítulos de esa historia. Philip Dubois sintetiza en un artículo que podemos seguir y resumir ahora la evolución de esa labor teórica desde los ochenta. (5)

La emergencia de la noción nuclear de lo «fotográfico», centrada en buena medida en la exploración y definición de la naturaleza y especificidad de la fotografía, además de en la noción de dispositivo (tecnológico), que procede a sustituir el modelo de la imagen asentado en el modelo del texto, el régimen de la textualidad. La imagen no es leída ya como texto, sino vista en su dimensión visual. El influyente ensayo de Roland Barthes, La cámara lúcida, impone ideas como el «esto ha sido» y sobre todo la noción de punctum. Y se impone también el concepto de índice o index, y sus corolarios de huella o rastro. Sigue Dubois su relato, fijando como siguiente etapa, después de unos años noventa relativamente pobres en este aspecto (6), el desplazamiento de la atención hacia los «usos» de la fotografía, desde una perspectiva que entre otros aspectos enlaza con el auge desde hace unos años de la noción de cultura visual, en el contexto también del giro pictórico. Prácticamente sin solución de continuidad, la fotografía, la reflexión sobre el medio, se enfrenta a un nuevo giro, el giro digital, numérico. Concluye Dubois, en este punto, algo interesante, y es que el campo de la teoría fotográfica debe y puede abordar ahora ese giro de manera simultánea, tanto desde la perspectiva ontológica como desde los usos de la imagen. Y es interesante esta observación, pues de alguna manera, buena parte de la teorización de lo posfotográfico, que comienza en esos años, se ha ubicado precisamente ahí, en la reflexión simultánea sobre los usos y la ontología, sin conseguir dibujar, lo cual no deja de ser paradójico, un relato definitivamente superador de la herencia que marcan las prolongadas y asentadas líneas de reflexión sobre el medio. Concluye el autor este itinerario teórico señalando que la llegada de lo numérico altera el principio genético de lazo orgánico con lo real sobre el que se habían asentado mayoritariamente las reflexiones en torno a la identidad o especificidad de la fotografía. El discurso ontológico sobre la fotografía basado en el nexo entre la imagen y el mundo, en el principio de la captación de lo real, en la cuestión del index, del «esto ha sido», de la huella, se ve así definitivamente relativizado. Respondiendo a la pregunta de cómo pensar a partir de ahí la imagen, propone una teoría de los mundos posibles, un horizonte articulado en torno a la verdad de la ficción: la imagen- ficción frente a la imagen-huella, el universo de ficción frente al universo de referencia. Cambio, en definitiva, del régimen de visualidad de la imagen, basculando desde el criterio de realidad, al criterio de «ficticidad».

Lo que interesa de este largo relato, y de su conclusión, son tres aspectos. Por una parte, que el tema de la verdad de la imagen, de su relación con lo real tiene un largo aliento en la historia del medio, y en buena medida no puede ser obviado, aunque sí reformulado. Por otro, que hasta cierto punto un esencialismo numérico parece sustituir un anterior esencialismo analógico. (7) Por último, que la cuestión digital o numérica con relación a una realidad registrada o creada, referencial o ficticia, verdadera o falsa (8), se ha visto pronto superada o relativizada, por una problemática más amplia que remite a la relación que la imagen mantiene con la realidad en nuestra sociedad. La transmisibilidad o comunicabilidad de la imagen como fenómeno mayor, así como la sobreabundancia de imágenes y su hipersocialización, no dejan de abrir y extender el problema de la relación con lo real, y por extensión, de lo que aquellas saben y nos dicen.

Se viene afirmando, no sin razón, que un mito ha sustituido a otro: «el mito oficial de una fotografía que dice la verdad ha dejado su lugar al mito oficial de una fotografía que miente», señala Sekula, y con él, otros autores. (9) Es lo mismo que viene a señalar Martha Rosler cuando afirma que probablemente se ha sobreestimado o colocado fuera de lugar el valor de verdad de la fotografía. ([nota 10 @ Martha Rosler, «Simulaciones de imágenes, manipulaciones por odenador: algunas consideraciones», Fotografia y activismo. Textos y prácticas (1979-2000), (Jorge Luis Marzo, ed), Gustavo Gili, Barcelona, 2006, pp. 191-250. Este texto complementa bien las dos referencias de la nota anterior en el sentido indicado.

Si la aparición de la fotografía numérica podía contener o limitar los límites del debate, y se podía incluso relativizar el alcance de dicha transformación en relación a una posible o supuesta «revolución de las imágenes», no cabe duda de que la aparición asociada de nuevos cambios afectando a su circulación, a su multiplicación exponencial en términos de cantidad, a la aparición de nuevas modalidades de producción, uso y recepción, a los términos y condiciones de almacenamiento y accesibilidad, y también a nuevas formas de gubernamentalidad, capitalización y mercantilización de las imágenes, ofrecen un paisaje completamente nuevo y radicalmente transformado y transformador. Las herramientas o vehículos para esta «segunda» transformación, se han apuntado al comienzo de este texto: teléfonos móviles, redes sociales, plataformas, algoritmos, etc. El resultado es la producción y circulación masiva de imágenes, su fluidez y ubicuidad, su sociabilidad su apropiabilidad, su hipervisualidad o su indexabilidad. Nuevas condiciones que permiten hablar ahora, en un afortunado concepto, de imagen conversacional, más cercana al habla que al texto (inmediata, fluida y coloquial), en un marco inédito en el que, ahora, se impone hablar con imágenes. (11) Pero también de una imagen convertida en información, donde el contexto y la distancia quedan mermados en beneficio de la emocionalidad. Es importante este último elemento, propuesto por Byung-Chul Han (12), para quien la aceleración de la comunicación favorece la emocionalidad desplazando a la racionalidad, emociones que se despliegan más allá del valor de uso. Y no es difícil a partir de su diagnóstico, pensar también en una emocionalización generalizada de las imágenes, con las implicaciones que ello conlleva. Desde luego, existe una coincidencia en muchos análisis a la hora de percibir una modificación sustancial en el actual papel y función de las imágenes a partir de la pérdida de sustancia, de la banalización y debilitación de los contenidos. (13) Sigue Byung-Chul Han, en su análisis de la sociedad digital, planteando algunas cuestiones de interés en este mismo sentido. Habla de una mirada sin distancia, de cómo asistimos a una inversión icónica que facilita la sustitución de la realidad por las imágenes, de como éstas, hechas consumibles, domesticadas, pierden su semántica y poética, son privadas de su verdad. Un delirio de optimación se apodera de las imágenes deshaciendo la facticidad (el cuerpo, el tiempo, la muerte, …), e instalándolas, instalándonos, en un permanente presente en el que hoy ver el mundo coincide con captar el mundo. (14)

Es interesante leer lo que exponía casi veinte años antes Marc Augé, en La guerra de los sueños, en un diagnóstico muy seguido desde entonces: «ya no es la ficción la que imita la realidad, sino que es lo real lo que reproduce la ficción. Esta «puesta en ficción» tiene que ver, en primer lugar, con la superabundancia de imágenes y con la abstracción de la mirada.» (15) Esa relación con lo real que se modifica por el efecto de representaciones asociadas a las tecnologías, ese régimen generalizado de la ficción que al ser humano le cuesta incluso reconocer como tal ficción, y esa nueva relación entre lo real y la ficción que asfixia la capacidad del hombre para relacionarse «productivamente» con la imagen (construcción de imaginarios, mediación, representación), parece llegar a un punto límite en el diagnóstico de Byung-Chul Han antes apuntado.

Un panorama ante el que vemos desarrollarse diferentes respuestas. Una de las más exitosas en los últimos años, por el papel que aspiran a ocupar en la centralidad del campo fotográfico, es la que han planteado algunos agentes, teóricos y artistas bajo el muy difundido concepto de posfotografía. Es el intento por mantener un «acto creativo», todavía simbólico, volviendo a dar materialidad o fisicidad a lo fotográfico, a restablecer una dimensión espacio temporal, retornando a lo manual (fanzines, fotolibros, dummy book) (16), y también operando sobre el flujo, el stock, los protocolos de indexación y la nueva condición de esa imagen fluida, diseminable, acumulativa, lúdica, emocional, anómima, neo-vernacular, que nos rodea. Ensayando, así, una nueva posición en el interior de unos medios visuales designados ya como medios sociales, en una fotografía convertida en una práctica social difusa (17), caracterizada por un régimen descentralizado y masivo de practicantes de lo fotográfico que actúan a la vez como emisores y receptores, como usuarios y productores (18). No deja de ser significativo el modo en que dentro de este contexto de reelaboración, reformulación o reapropiación «estética y discursiva» de lo fotográfico, aparecen intensificadas metodologías que responden o a la condición o a las carencias o riesgos del nuevo régimen de la imagen. Así, por ejemplo, el recurso al protocolo como método prescriptivo para la toma fotográfica (19) o para la búsqueda apropiativa de imágenes, un recurso este último muy frecuentado, aunque sin la carga o el impuso alegórico que ha caracterizado en el pasado el recurso a la apropiación. También las prácticas artísticas sobre o a partir del stock de imágenes, pero no tanto desde lo que se ha denominado como prácticas de archivo, sino desde el «almacenamiento», o lo que podríamos denominar gestión del almacenamiento o del stock. (20) Del mismo aparece el recurso al texto en muchos trabajos, la revitalización del fotomontaje y el uso de lo que podemos llamar el «collage numérico» y la aplicación y desarrollo de formas narrativas que de alguna forma reinsertan el flujo de imágenes, o la propia imagen en sí, en algún tipo de relato (en muchas ocasiones también bajo el registro de la autonarración o lo autobiográfico). Puede verse quizás en estos recursos, especialmente en el recurso a la palabra, al texto, esa necesidad de recuperar la relación entre lo escrito y lo visual, de recuperar el relato que las imágenes conllevan o pueden conllevar, de la lectura como algo inseparable de la formación de la imagen, de la relación de la lengua con la imagen, (21) y todo ello frente al predominio actual del habla o de lo conversacional. O la necesidad de recuperar el relato, la narración, antes apuntado, como modo de afrontar la esencial condición aditiva y no narrativa de lo digital. (22)

Esa «actitud posfotográfica» sostiene que lo numérico permite a los fotógrafos y artistas, liberarse de hacer fotos para centrarse en el mirar, en un deslizamiento del acto productivo desde el hacer hacia la elección, donde reciclar, apropiarse o documentar los propios procesos de mediación supone crear, renunciando a la producción de nuevos documentos. (23) A esa cuestión tan difundida acerca de la innecesario que resulta ahora hacer nuevas imágenes, y a modo de contrapunto, es interesante traer aquí el ajustado diagnóstico de Régis Durand, comentando y cuestionando cierta parte de la creación fotográfica que actúa como «una fotografía autorreferencial para la cual no existiría ninguna exterioridad. O para la cual la única exterioridad sería, en rigor, el medio mismo, a través de algunos de sus iconos o bien a través de ese flujo de imágenes teletransportadas en el que no cesamos de sumergirnos – un falso exterior, simple reverso de sí mismo. […] Como si fuera necesario fagocitar la imagen, para extraer y expulsar el fragmento de realidad y de verdad que todavía contiene. […] Sus palabras fetiche: amateur, anónimo, o incluso vernacular, que reenvía en su etimología a un origen o una autenticidad supuesta, pero también a un inquietante cierre sobre sí mismo. Vernacular, anónimo o amateur, indefinidamente renovable, lúdico y modelizable según los canales disponibles: los perfectos atributos de un producto posindustrial». (24)

Aún unas notas más a propósito de la actual creación fotográfica, que pueden servir como vía para la identificación de algunos de los recientes síntomas vigentes en el medio fotográfico. Una es la proximidad que encuentra cierta fotografía con respecto a la publicidad, producto o contaminación quizás del nuevo régimen visual generalizado o también de la nueva economía de las imágenes. No se trata de una semejanza meramente visual, sino de una proximidad más estructural que tiene que ver con el modo en que se negocia la relación con la verdad o con la realidad, también con el componente lúdico o gratificante que impregna la producción fotográfica a nivel general, y de manera destacada con el hecho de que la imagen hoy tiene lugar en espacios visuales y soportes en los que la atención es precaria, aleatoria o discontinua. (25) Otra es el papel que ocupa la serendipia, asociada, como ocurre con la cuestión del protocolo antes apuntada, a los procedimientos generalizados de búsqueda en la red, donde el azar, la sorpresa, lo imprevisto, lo fortuito, son componentes inevitables (26), y que hoy también forman parte de un buen número de propuestas creativas. Por último, los procesos de redocumentalización que dominan en el mundo digital (unos procesos visibles y otros no) y a los que se ven sometidos los documentos, apropiados, retocados, reutilizados, etc. (27)

Ciertos autores ven en algunos de estos cambios que venimos comentando, en la imagen como habla, o en la imagen en movimiento y en la redocumentación, una esfera productiva de naturaleza alternativa. Así para José Luis Brea, por ejemplo, las dinámicas relacionales, conversacionales, al desarrollarse en tiempo real contienen una fuerza performativa que potencia su capacidad para la producción de realidad y sentido. (28) O el afortunado concepto de Hito Steyerl, la imagen pobre (29), definida como copia en movimiento, cuyo estatuto como ilícita o degradada la exime de criterios normativos, y perdida su sustancia visual recupera algo de su impacto político, aún a pesar del riesgo de integración en el capitalismo de la información. Al fin, la relación de la imagen con lo real da un vuelco definitivo desde su óptica: desmaterializada, transitoria, definida por un valor asentado en la velocidad, la intensidad y la difusión, la imagen pobre, la imagen característica del mundo digital, «ya no trata de la cosa real, el original originario. En vez de eso, trata de sus propias condiciones reales de existencia: la circulación en enjambre, la dispersión digital, las temporalidades fracturadas y flexibles. Trata del desafío y de la apropiación tanto como del conformismo y de la explotación. En resumen, trata sobre la realidad». (30)

Podemos cerrar este acercamiento con un concepto que en sí mismo intenta dar cuenta de la transformación operada por lo digital y al mismo tiempo, nos ayuda a resituarnos en ese marco de análisis aludido al comienzo de estas líneas. Se trata del inconsciente digital, en oposición o como evolución con respecto al inconsciente óptico. Un concepto que en parte está cerca del inconsciente maquínico propuesto por José Luis Brea (31), y por otra, va un paso más allá, del más tradicional e histórico «inconsciente tecnológico». Pero antes de ello, es interesante acercarse a una vía de análisis desarrollada por Katherine Hayles, en torno a la cuestión de como los medios numéricos, los medios digitales, condicionan tanto el modo como el contenido de nuestro pensamiento, entendido ello en términos de influencia y retroacción (32). Su intención es analizar la dimensión computacional de nuestras subjetivaciones, hasta qué punto son esenciales a nuestro pensamiento y formas de actuar estos medios, y en qué medida, también, pueden llegar a construir sentido por nosotros. La estructuración de la temporalidad, la espacialidad, la atención, la comunicación, la información o el conocimiento a través de los medios digitales o en base a ellos, la interrelación entre las facultades humanas y los dispositivos mediáticos es una realidad. No es difícil pensar en el modo en que todo ello ya influye y retro-actúa en nuestra relación con las imágenes: en el acto de tomar imágenes, de transmitirlas, de leerlas, de desecharlas, de conservarlas, de olvidarlas, de mezclarlas, de reutilizarlas. Es importante esta línea de investigación de cara a conocer con mayor profundidad aquello que acontece y aparece implicado hoy en el acto de producir imágenes y «gestionarlas», y más en un momento en que elementos como la ludificación, el narcisismo, la autosatisfacción, la emocionalización, la conversación visual, asociados al uso social de cámaras e imágenes, ocupan buena parte del paisaje visual. Aunque solo fuera para conocer el funcionamiento en este nuevo contexto de la necesaria interacción en el ser humano entre las imágenes de dentro de nosotros mismos y las de fuera, caracterizadas ahora por la sobreabundancia y la hiperatención, una relación que implica aspectos tan decisivos como la memoria, el recuerdo, las condiciones afectivas, los deseos o la relación con uno mismo y con los otros, en los que la imagen, y específicamente la fotografía, ha jugado un papel decisivo. (33)

Entrando ya en el inconsciente digital, este concepto remite necesariamente, hablando de fotografía, a ese otro concepto de largo recorrido definido como inconsciente óptico. Byung-Chul Han lo ha definido y explorado. Si la cámara hacía aparecer algo que se sustrae a nuestros ojos, lo ópticamente inconsciente, el nuevo modelo o sistema de lo digital revela también un inconsciente, el inconsciente digital, que como aquel revela elementos ocultos, en este caso y principalmente, comportamientos y conductas. (34) La base de este nuevo inconsciente digital es la acumulación, uso y exploración de datos, esa política y economía de los rastros, de las huellas. La economía del conocimiento o el capitalismo de la información, el Big Data, los algoritmos, son ahora ese sistema al que se refería Augé, ese campo de espacios al que hacía referencia John Tagg, o esa episteme a la que remite José Luis Brea. Y las imágenes, la fotografía en concreto, encuentra ahí su nuevo marco de producción, circulación y gestión formando parte de la información y los datos numéricos, de la interpretación automatizada, sirviendo a una economía basada en el doble proceso de análisis e inducción de comportamientos y conductas, la psicopolítica. (35) Ello forma parte también del ámbito generalizado de redocumentalización en el que nos movemos y que afecta enormemente a las imágenes.

Se trata de una epistemología fundada en la racionalidad numérica (36) y de una nueva gubernamentalidad algorítmica. (37) Las imágenes aparecen así despojadas mayoritariamente de lo que esencialmente las debe acompañar, un contexto, una narración. Los sentimientos, percepciones y decisiones que se elaboran a partir de este sistema alcanzan a la imagen en todos sus aspectos: la seducción, la emoción, las tomas de decisiones y la percepción, la búsqueda de información, la gestión del saber y el conocimiento, la sensación de evidencia, los usos comerciales y logísticos, los estímulos visuales, todo ello gobernado y regido por una racionalidad algorítmica que permanece invisible, oculta. De nuevo Byung-Chul Han propone un concepto sugerente, los fantasmas digitales. (38) Se refiere con ello a los espacios espectrales que se sustraen a toda transparencia: un profundo lago digital en la red que se sustrae a toda visibilidad.

Ya no se trata únicamente de lo que las imágenes dicen o de lo que sabemos de las imágenes, ahora se trata también de lo que saben de las imágenes. Al comienzo de este texto se incluía una cita de Marc Augé, que recordamos ahora: «la imagen puede servir a todas las causas […] la imagen es una imagen. Cualquiera que sea su fuerza, solo tiene las virtudes que uno le presta. Puede seducir sin alienar, siempre que todo un sistema no se empeñe en hacer de ella un instrumento de descerebración. El destino de la imagen no le pertenece. Ni tampoco el nuestro.» Auge escribía esto hace treinta años. De entonces a hoy, quizás haya que concluir que el destino de las imágenes, como también el nuestro, es posible que ya pertenezca al «sistema».

La imagen de la profundidad del lago que permanece oculta bajo a superficie, no es sin embargo nueva. Siempre ha estado ahí, al servicio de diferentes modalidades o sistemas de control y encuadramiento. Hace unas cuantas décadas escribía Ernst Bloch, con su habitual lucidez: «Está claro que objetivamente la superficie del agua es un espejo del cielo que está arriba, no de las profundidades habitadas por los peces que están abajo. El lago ríe cuando los lucios muestran otra cara ahí abajo, y las carpas devoradas no creen en Dios.» (39)

 

 

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