9.3 El marco decisivo. Arte y tecnología en el siglo XXI
por Teixeira Coelho
El arte cambia con la tecnología. Cambios radicales en la tecnología conllevan cambios radicales en el arte. La tecnología cambia el modo en el que se forman y presentan las relaciones sociales; entre ellas, el arte como representación privilegiada desarrollada por el hombre y la sociedad. Esa es la conclusión ineludible de una nota de K. Marx en el capítulo 15, «Maquinaria y gran industria», de El capital . En esa nota, Marx observa que «la tecnología pone al descubierto el comportamiento activo del hombre con respecto a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia y con esto, asimismo, sus relaciones sociales de vida y las representaciones intelectuales que surgen de ellas». A partir de ese fragmento de K. Marx se puede concluir, en otras palabras, que los cambios en la tecnología modifican las relaciones sociales y las representaciones que surgen de ellas, entre las que se encuentran la cultura y el arte. En estos primeros años del siglo XXI está teniendo lugar uno de los cambios tecnológicos más profundos de la historia de la humanidad, probablemente el más profundo: estamos en el umbral de la creación de una inteligencia artificial capaz de superar la inteligencia humana y de convertir al hombre en un elemento secundario o insignificante de lo que suceda en la Tierra. Los cambios en el arte, en principio, serán de igual magnitud.
Cabe esperar que esos cambios sean de magnitud aún mayor si se tiene en cuenta que hay otros factores que ya están dirigiendo el arte hacia esa nueva configuración, con independencia de los cambios tecnológicos que tienen lugar en paralelo. Un solo fenómeno no suele ser el único responsable de un cambio profundo, aunque pueda ser un factor determinante. La nueva configuración a la que me refiero es la negación del arte, el fin del arte como lo conocemos, la aparición de un nuevo estatuto para el arte.
El arte no siempre ha existido como se ha conocido después del siglo XVI y, especialmente, desde las últimas cuatro décadas del siglo XIX, momento en el que nació en la modernidad que conocemos y practicamos; hablamos del arte tal y como pasó a ser conocido a partir del período enmarcado por los años 1863 (Manet, Déjeuner sur lherbe y Olympia) y 1872 (Monet, Impression soleil levant). El hecho de que a lo largo de la historia de la humanidad el arte no siempre haya existido como lo conocemos hoy implica que no hay nada que indique que vaya a seguir existiendo del mismo modo mucho después de esta segunda década del siglo XXI, para dar un referente temporal más estricto. Los ciento cincuenta años cubiertos por ese intervalo constituyen de hecho la duración típica de una idea en el ámbito del pensamiento filosófico al que pertenece la estética nacida en el siglo XIX; muchas ni siquiera alcanzaron ese límite. Lo demuestran con elocuencia K. Marx y S. Freud, no todas sus aportaciones superaron incólumes ese período. Sin entrar de lleno en el ámbito de las innovaciones tecnológicas actuales, el paradigma del arte como lo conocemos hoy, ahora en jaque, comprende tres principios claros: autoría reconocida y celebrada; cuestionamiento de la propia idea de arte y de la sociedad; renovación constante de los principios formales y de los contenidos admitidos. Abordemos en primer lugar el segundo principio: el arte como cuestionamiento de la sociedad y del arte propiamente dicho, que aquí me interesa especialmente. A mediados del siglo XIX, el arte conquista lo que pasa a conocerse como autonomía, un resultado no muy alejado en el tiempo de las distinciones y separaciones fundamentales que proponía la Ilustración para la sociedad occidental moderna: separación entre Iglesia y Estado, Iglesia y ciencia, Iglesia y arte, moral y arte, moral y ciencia, Estado y arte, Estado y ciencia, y entre las distintas combinaciones de esos términos. El artista ya no necesita prestar sus servicios a la Iglesia y la aristocracia, ya no necesita pintar o esculpir lo que interesa a otros, puede desarrollar el arte que a él le guste, su arte tal y como desee concebirlo. La Ilustración ofreció al artista libertad en las ideas y prácticas del arte, al tiempo que un mercado más amplio y activo le ofreció una libertad económica que antes pocos habían conocido. La Iglesia, la aristocracia, el Estado, incluso la burguesía dejan de definir los temas. No más representaciones de santos, reyes y hazañas militares. Se acabó el elogio obligatorio, el defender causas o perspectivas que no fueran las suyas, las del artista. Para entender el concepto de modernidad también hay que tener en cuenta cómo el artista, el poeta, el crítico, el intelectual rechaza la modernidad propiamente dicha, las características de la nueva vida. Entre ellas, una ciudad agitada (que causa el spleen de Baudelaire), sucia y poco amistosa; una burguesía poco ilustrada; una manera de relacionarse con el mundo que aparece como el embrión que se desarrollará exponencialmente durante el siglo siguiente, hasta alcanzar la consagración actual del consumismo y la distorsión de los efectos de mundo y de discurso impulsada por las mal llamadas «redes sociales». Es posible que el arte de esos primeros momentos de la Edad Moderna no se alzara directamente contra la sociedad, pero sí que le da la espalda con decisión. Entre los numerosos ejemplos se encuentran los nombres más relevantes de la época: Monet y Manet, así como Cézanne, Van Gogh o Gauguin , en una tendencia que se intensifica a medida que el siglo se acerca a su final simbólico y simbólicamente entra en el siguiente. Darle la espalda a la sociedad, aun sin atacar directamente sus representaciones y valores (algo que harán a partir de principios del siglo XX Picasso, Malevitch, los expresionistas alemanes y otros) todavía no significa el fin del arte ni su disolución (Auflösung), como sugería Hegel. El arte anterior podía estar disolviéndose; no obstante, el arte de esos últimos años del siglo XIX estaba en manos de un artista que consideraba cosa del pasado el ser prisionero de un contenido y un modo de representación predeterminado, que convertía su idea del arte y su práctica del arte en un instrumento que podía emplear con libertad, de acuerdo con una subjetividad de horizonte ampliado.
Arte y cultura
La noción de cultura que la política cultural aplicará a lo largo de todo el siglo XX y que sigue insistiendo en aplicar en estos primeros años del siglo XXI surge durante el mismo período en el que empieza la modernidad en el arte. La obra emblemática de esa noción de cultura, publicada en 1871, será Primitive Culture , de E. B. Tylor, cuya descripción de cultura no ha dejado de planear sobre el espíritu de gestores culturales e ideólogos de la cultura de todas las tendencias: «entendida en su sentido etnográfico más amplio, [cultura] es el complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y cualquier otra práctica y hábito adquirido por el hombre en su calidad de miembro de la sociedad». Esta descripción, si no definición de cultura (noción que Tylor equipara con la de civilización, algo lejos de inofensivo para la mentalidad alemana de la época) integra claramente el arte en el ámbito de la cultura como producto del hombre en su calidad de miembro de la sociedad. La cuestión es que, justo en ese momento, el artista empezaba a abandonar su condición de miembro de aquella sociedad y de «su» sociedad para desplazarse hacia otro territorio, un territorio autónomo desde el que no solo afirmaba su independencia de la sociedad, sino que le declaraba la guerra, llevando consigo la nueva noción de arte. El «épater le bourgeois» no es más que una señal exterior y superficial de una actitud mucho más profunda, cuyo objetivo era hacer tambalear los cimientos de las nociones de arte y sociedad. Al contrario de lo que sucede con la cultura, cuyo principio o razón de ser es aproximar el individuo a la sociedad hasta fundirlos en uno, de modo que amparar y confortar a la sociedad es amparar y confortar al individuo y viceversa, la energía de la nueva noción de arte proviene de la separación de sociedad e individuo (y el artista es el individuo por excelencia, idealmente el único individuo posible). Mientras que la cultura acoge al individuo, el arte lo desestabiliza y lo rechaza. La noción de cultura como instrumento potente de integración (que es como funciona en la sociedad primitiva estudiada por Tylor) será de especial interés para el Estado moderno , que surge prácticamente en ese momento: Italia nace como reino unificado en ese mismo 1871, año en el que también se unifica Alemania. Al Estado que «quiere ser siempre Uno» le interesa una cultura que integre todos los vectores y todos los valores, entre ellos el arte. Para todos los ideólogos del Estado y la cultura, con frecuencia representados por la misma persona, es más que conveniente que también el arte se una a ese complejo, funcionando al unísono. Tyler no vio en el arte el objeto de estudio autónomo que proponía la sensibilidad de la época, anclada en el artista, y por eso no vio que el arte ya era otro en el momento de publicarse su libro. Los ideólogos del Estado y la cultura tampoco tenían conocimiento ni interés en ese hecho, se orientaban hacia la cultura que ya había sucedido en el pasado , un error cometido de forma cada vez más consciente y con consecuencias cada vez más trágicas tanto para el futuro inmediato como a largo plazo. A un Estado obsesionado, por motivos de supervivencia, con la delimitación de sus fronteras físicas e identitarias basándose en el juego maniqueo de Nosotros vs Ellos y que quiere ignorar a toda costa la elocuente advertencia de Claudio Magris de que las fronteras siempre exigen tributos de sangre, solo le podía interesar un arte integrado, algo que el arte ya no era y que dejaría de ser cada vez más. El arte había dejado de depender de instituciones ajenas. En ese momento estaban surgiendo otras instituciones que tenían potencial para someter al arte y al mismo tiempo, paradójicamente, le concedían más margen de maniobra: la casa de subastas Christies, fundada en 1766, que se convertiría en un pilar del comercio internacional de arte basado en Londres después de la Revolución Francesa de 1789, o su rival Sothebys, existente desde 1744 y que asumió su forma empresarial actual a partir de 1804. Esas instituciones, en otras palabras, el mercado, fueron las que permitieron que el arte declarara su independencia conceptual y económica de la sociedad, una sociedad que había dejado de ser objeto de elogio para convertirse en objeto pero sí de confrontación y, en ocasiones, de repudio y desprecio.
A partir de ese momento empieza a cobrar fuerza la noción de arte que dominará todo el siglo XX: búsqueda de nuevas formas, nuevos medios y nuevos contenidos; contestación, liberación, innovación, invención original; ampliación del ámbito de presencia del ser libre e independiente, capaz de pensar por sí mismo (característica que no es ajena al movimiento de Lutero, siglos antes). En sentido amplio, ese intervalo ha durado los últimos ciento cincuenta años; en sentido estricto, empero, la edad dorada de esa tendencia tuvo una vida más bien corta: entre 1911 y 1921, Malevitch (con su Cuadrado negro) y Duchamp (Rueda de bicicleta, Fuente, Why Not Sneeze Rrose Sélavy?) propusieron lo que hoy se puede describir como el horizonte insuperable del arte contemporáneo, parafraseando la observación de J.-P. Sartre sobre el marxismo de su época. Ese horizonte cubre la casi totalidad del arte actual que vale la pena de mencionarse, el arte de vanguardia; son pocas las formas nuevas, como la performance, que se incorporan a este marco para modificarlo de algún modo y eso, para profundizarlo en la misma dirección. Un marco ignorado ampliamente por la política cultural de anclaje estatal, que pretendía hablar sobre arte, para el arte y por el arte, pretendiendo que el arte seguía teniendo las mismas aspiraciones y funciones que la cultura .
La disolución del arte contestatorio
Dejando de lado los intentos de someter el arte a la voluntad del Estado o del Partido manifestadas en la Rusia comunista, la Italia fascista, la Alemania nazi y la China comunista de Mao en 1949 (y de forma constante en muchos otros lugares), a partir de finales de los años 50 del siglo XX empezó a hacerse sentir una reacción sistémica cuyo objetivo era reincorporar el arte a la cultura, especialmente con la revolución cubana y, después, con los movimientos izquierdistas marcados por momentos como la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela en 1999 y de Lula en Brasil a partir de 2003. Distintas doctrinas buscaron encarrilar de nuevo el arte por la senda de la cultura. Muchas veces por ignorancia histórica, otras de forma intencionada, doctrinas como la de identidad nacional rediviva o, más recientemente, la defensa de una diversidad cultural que solo con esfuerzo se distingue de la noción de un complejo de identidades particulares y particularizadas, o la defensa de lo políticamente correcto buscaron llevar otra vez el arte a la senda de la cultura. Desde entonces hasta ahora, viene sonando alto y claro el toque de difuntos del arte tal y como lo ha conocido la humanidad desde la segunda mitad del siglo XIX.
Este nuevo ciclo de arte domesticado o de nuevo domesticable (y, por eso, un arte que derrapa sin control en la dirección de la cultura) proporciona ahora mismo, en el segundo semestre de 2017, numerosos ejemplos de su fuerza. Si en el pasado se intentó menospreciar la obra de Ezra Pound, Céline o Jorge Luis Borges recurriendo a la deriva más o menos acentuada de esos autores hacia la derecha (en contrapartida trágica a lo que se hizo con Eisenstein, que contó durante sus producciones con la presencia de comisarios designados como «inspectores residentes» para evitar posibles desvíos formalistas del cineasta en filmes como Alexander Nevsky y El acorazado Potemkin y para garantizar una imagen adecuada de Stalin), las recientes manifestaciones contra realizadores como Roman Polanski y Louis C. K. pretenden, lisa y llanamente, eliminar sus obras (igual que se ha eliminado literalmente al actor Kevin Spacey de sus escenas en la nueva película de Ridley Scott, All the Money in the World, que se estrenará en diciembre de este año 2017; un movimiento análogo a la eliminación en las fotografías de la alta cúpula soviética de los desafectos caídos en desgracia). La defensa de la exhibición de las películas de Polanski en la Cinemathèque de París hecha en noviembre de 2017 por la nueva ministra de cultura de Francia, una intelectual con una actuación destacada al frente de la prestigiosa editorial Actes Sud, y por el director de cine Costa-Gravas, presidente de dicha Cinemathèque y con un pasado impecable a la izquierda del espectro político, no surtieron mucho efecto. Aunque ninguno de esos dos creadores cinematográficos, Polanski y Louis C. K., sean autores de obras contestatarias que encajen en el paradigma de arte contra la sociedad (tal vez con la excepción de Polanski al inicio de su carrera, con películas como El cuchillo en el agua), la señal de alerta está ahí: las obras de arte que de algún modo, aunque sea por la identificación forzada entre creador y obra, aparezcan como opuestas a proyectos culturales como los de identidad, diversidad, género y similares tienen los días contados, al menos temporalmente. En el caso de Brasil, la situación la ilustran varios ejemplos de intolerancia radical contra obras de arte consideradas «peligrosas» porque presentan preferencias sexuales «heterodoxas» o porque su contenido se puede interpretar como un insulto a alguna religión; obras exhibidas en museos que, por lo demás, nada tienen de revolucionarios. No obstante, es obvio que el problema está lejos de afectar solo a los países subdesarrollados.
Ahora todo es computable
El período de reconducción del arte a la senda de la cultura a partir de finales del siglo XX, por lo menos en ciertas regiones del mundo (pero, de nuevo, no solo en ellas), coincide con la nueva realidad cultural propuesta (y ya en fase de implantación) por los nuevos medios tecnológicos, representados por la panoplia de posibilidades de los recursos informáticos: realidad aumentada, realidad virtual, inteligencia artificial, algoritmos, robots y dentro de poco (como todo hace creer) androides y replicantes como los que habitan o asombran Blade Runner 2049. Varias ideas centrales se esconden tras la revolución cibernética. Una de ellas es la de programabilidad como principio general: todo lo que puede ser representado puede ser computable porque es programable. Otra idea es que tanto inteligencia como conciencia son cuestión de información; por lo tanto, información y conciencia son lo mismo, pueden ser representadas y, por lo tanto, computables y programables, con lo que desaparece del mapa (o se pretende borrar) la distinción entre cerebro y espíritu, propia solo del ser humano. La noción de inteligencia como resultado de la interacción con el mundo, ámbito histórico propio del artista moderno, cede terreno ante el concepto de inteligencia como programación y, por lo tanto, ante la noción de arte como programación; una programación capaz de programarse a sí misma con independencia del ser humano gracias a la automatización exponencial. Cada vez son más frecuentes los ejemplos de programas informáticos capaces de analizar, sin intervención humana, movimientos sísmicos inminentes y de enviar advertencias sobre los peligros que se avecinan; programas capaces de comprar y vender activos en bolsas de todo el mundo sin intervención, análisis o decisión humana; programas capaces de redactar por sí solos informes económicos o, incluso, críticas de arte y programas de gobierno. Que los ordenadores puedan escribir programas de gobierno no es sorprendente, dado lo pueriles y amorfos que son a lo largo de todo el espectro ideológico. En lo que respecta a las críticas de arte, terreno en el que un puñado de ideas preconcebidas basta para describir una exposición, caben sin problema en un algoritmo, sobre todo en un momento en el que la crítica (de arte, de música, de literatura) pierde cada vez más espacio en las publicaciones más «elitistas», recurriendo al término preferido de las izquierdas y derechas populistas. Un profesor del INSEAD francés cuenta cómo desarrolló un algoritmo que le permitió publicar, sin intervención humana, miles de libros a la venta en internet, indistinguibles de los que son fruto de la inteligencia humana, o lo que queda de ella: cierto es que gran parte de la literatura actual, sobre todo la de best sellers, es un ejemplo de algoritmos no matemáticos que combinan un mismo conjunto de elementos o actantes siempre en acción . De modo similar pero mucho más impactante, se entrega a algoritmos, cuya composición es mantenida en secreto por las empresas que los desarrollan, la facultad de sentenciar a acusados de delitos en los EEUU, despojando al acusado de su tradicional derecho a ser juzgado por sus pares y, en última instancia, por un juez que, al ser también humano, también es su igual. Eso no causa conmoción, sorpresa o indignación ni siquiera en el Tribunal Supremo estadounidense, que considera ese recurso como algo normal en los tiempos que corren.
Un arte de algoritmos
En el campo específico de las artes visuales, antes conocidas como artes plásticas, la escena emergente es ya bien visible. Dos obras y dos artistas resumen con elocuencia las alternativas disponibles. El irlandés Ruairi Glynn obtuvo reconocimiento internacional con su obra u «obra» Fearful Simmetry , simetría temible, en la que se ve, en el interior de una sala oscura, un objeto en forma de tetraedro y con luz en su interior que parece deslizarse de forma autónoma por el espacio situado sobre la cabeza de los espectadores, acompañándolos en sus desplazamientos: si el espectador se mueve en una dirección, el objeto luminoso lo acompaña; si corre, el objeto corre tras él; si ese espectador se detiene y otro se acerca, el objeto abandona al primero y sigue al segundo; si se hace un gesto en dirección del objeto, este retrocede; si los espectadores no se mueven, el objeto permanece inmóvil, inclinándose de un lado a otro frente al espectador, como suelen hacer los perros con la cabeza cuando les intriga algo que sucede ante ellos. El modus operandi de ese ingenio es extremadamente simple y no voy a describirlo aquí, es preferible destacar que la tendencia antropomórfica del ser humano identifica de inmediato una voluntad y un alma en el objeto cuyo funcionamiento no se comprende pero hechiza. Otro artista bien conocido es el australiano Jon McCormack, con su obra u «obra» Eden , un «ecosistema» electrónico interactivo donde un «mundo» visible en telas dispuestas verticalmente e interconectadas aparece poblado por pequeños círculos vacíos (o células) cuyo comportamiento se basa en los principios evolutivos de Darwin: las células devoran a otras células, se aparean y generan nuevas células, «adelgazan» en períodos de escasez y engordan en momentos de abundancia; la escasez y la abundancia las determinan el número de visitantes en la sala: cuantos menos visitantes, menos alimento disponible; cuantos más visitantes, más alimento para las células. Detalle: si no hay visitantes humanos en la sala o si los visitantes se alejan de la tela, las células emiten distintos sonidos que atraen a los espectadores, interesados en ver qué ocurre, y la reaproximación de los espectadores genera alimento para las células. Segundo detalle: la obra u «obra» se elaboró siguiendo algoritmos genéticos, cuyos efectos no habían ni podían haber sido previstos con anterioridad por el autor o «autor» de la obra, un autor humano que dio origen a todo pero no controla ese todo. Los ruidos emitidos por las células, su movimiento, el acercamiento entre ellas todo son posibilidades escritas originalmente en el programa pero con desdoblamientos imprevisibles que el propio autor o «autor» desconoce y que le sorprenden a él mismo, retirando de escena, al menos parcialmente, la intencionalidad de la creación humana.
En esas dos obras , y en otras del género, no existe el menor rastro de rechazo o crítica a la sociedad ni al arte tradicional no electrónico anterior o vigente. Al contrario, se constata incluso una adhesión tranquila a los parámetros y propuestas de la nueva sociedad tecnológica que se está instalando. La relación entre arte y sociedad a lo largo del Renacimiento y del Barroco parece haber sido semejante. La ópera barroca fue el matrimonio perfecto entre el arte del momento, la tecnología del momento y la sociedad del momento. Una ópera de Handel parecía sentirse tan a gusto en su época tecnológica como un montaje teatral renacentista representado en el teatro de Palladio en Vincenza, con su escenario en perspectiva, un juguete obvio, un divertissement en sí mismo, un technological toy, un game tan encantador como nos parece hoy el tetraedro iluminado de Fearful Simmetry. En el nuevo arte digital (o «arte» digital) no hay ningún rechazo ni aversión a la sociedad o a los tiempos contemporáneos de la sociedad ni tampoco se rechaza el arte anterior, simplemente se ignora: el nuevo arte o «arte» (nunca el termo techné fue tan apropiado) pertenece a otra dimensión, otro mundo, otro universo. Donde sí hay elementos de crítica a la sociedad construida con los nuevos recursos tecnológicos, en cierto modo análoga a la que marcó los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, es en el mundo del cine, donde películas como Blade Runner 2049 no existirían sin los nuevos programas digitales, aunque tanto en ese caso como en otros la sofisticación y complejidad sea mucho menor que en el Eden de Jon McCormack. Eso no excluye la posibilidad de que el cine sea o se convierta en la nueva forma de expresión artística del siglo XXI, ahondando en una tendencia que ya lo caracterizó durante el siglo XX. No es solo porque el cine sea el nuevo arte de masas, igual que la ópera lo fue en su tiempo y las catedrales en una época anterior: existen razones internas, intrínsecas, formales, estéticas, para que así sea. Eric Hobsbawn llamó la atención, en su conferencia Behind the Times: The Decline and Fall of the XXth Century Avant-Gardes , sobre el hecho de que todas las innovaciones, revoluciones y aspiraciones con las que el arte soñó en su momento de vanguardia, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, fueron puestas en práctica, desarrolladas y radicalizadas precisamente por el cine. Además, también las resoluciones formales y tecnológicas del teatro barroco encontraron combustible y espacio de desarrollo en ese mismo cine. En realidad, hay más de un aspecto por el que Metrópolis, de Fritz Lang, en su género, y las mejores películas de Godard, en otra vertiente, aparecen como horizontes soñados por el arte visual o plástico en su pintura y escultura (y también por la literatura), pero fuera de su alcance. Gracias a lo digital y, en términos más amplios, lo computacional (más aún con sus nuevas aplicaciones cuánticas, que a su vez barrerán del mapa aquello que tanto nos está costando entender como digital), la sociedad vuelve a reconciliarse con su arte y, tal vez todavía más significativo, el arte se reconcilia con su tiempo y su sociedad. No obstante, independientemente de cómo se analice la cuestión, lo cierto es que lo que ahora se empieza a entender como arte y a esperar del arte es muy diferente de lo que se entendió por arte (arte de vanguardia) durante los 150 años anteriores. Será necesario modificar la idea aún prevalente de arte, en realidad atacada por todos los flancos, entre ellos el de la política de las identidades, las diversidades y lo políticamente correcto.
La disolución del autor y de la intención
Las características del nuevo arte (o «arte») no aparecen solo en la dimensión del gestor creador y su orientación. Las ideas modernas sobre el autor y la autoría de las obras de arte están presentes desde la obra de Vasari Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, surgida en 1550 en la Toscana, el Silicon Valley del arte en aquella época, y se fueron consolidando a lo largo de los siglos siguientes hasta desembocar en las ideas de Autor y Artista consagradas por la Edad Moderna. A mediados del siglo XX esa idea empezó a ser erosionada, destacando los primeros avances impactantes de Michel Foucault. En su conferencia de 1969 titulada «¿Qué es un autor?», Foucault aislaba algunas características problemáticas de la autoría y del proceso de creación: 1) es imposible considerar la idea de autor como una descripción definida, aunque también es imposible tratarla como un nombre común; 2) el autor no es ni el propietario ni el responsable de sus textos, no es ni su productor ni su inventor; 3) la atribución de la autoría es el resultado de operaciones críticas complejas y raramente justificadas; 4) la posición del autor es en todo lábil e incierta en los más diversos tipos de textos y contextos. Si Foucault hubiera vivido para conocer la realidad actual de los algoritmos genéticos (como los activos en una obra como Eden) habría visto enteramente confirmados sus puntos de vista sobre el autor; los puntos de vista que el autor de Historia de la locura proponía en los años intranquilos y estimulantes de la segunda mitad de la década de los 60 entraban en escena como un auténtico drama para la intelligentsia. Ese drama podía plasmarse en dos preguntas fundamentales: ¿quién habla, detrás de una obra? Y ¿hasta que punto es importante quién habla? Hablar es importante, quién lo hace no tanto. La falta de importancia absoluta del creador de la obra, de su «autor» ¿es acaso un vestigio en Foucault de la idea de Platón sobre la importancia de la obra, sobre todo cuando es «de arte», y la no importancia de su creador, de su «autor? Tal vez. El hecho permanece: en el arte o «arte» de los nuevos tiempos tecnológicos, sobre todo con algoritmos genéticos, el autor o «autor» no controla la totalidad del proceso que pone en marcha y no puede prever el resultado al que llegará dicho proceso. Técnicamente, el algoritmo genético pertenece al ámbito de la metaheurística inspirada por el proceso de selección natural que permite obtener soluciones optimizadas para la resolución de problemas mediante operadores bioinspirados (del tipo mutación, hibridación y selección) no descritos e inscritos en potencia en el programa inicial. Son pocas las características centrales visibles hoy en cualquier versión de Eden, elaborada siguiendo el principio de los algoritmos genéticos, previstas por su autor o «autor»; por ejemplo, los sonidos y ruidos extraños que convocan a los espectadores para que vuelvan a acercarse a la tela y así «alimenten» a las células o círculos que hibernan en invierno y necesitan volver a alimentarse para permanecer «vivas» durante la estación siguiente. ¿Quién es en realidad el autor de Eden, cuál es la participación efectiva del individuo humano Jon McCormack en el proceso que lleva a los visitantes de la sala de exposiciones a contemplar las formas mutantes de Eden? ¿Quién o qué habla por detrás de esa obra? Sin la figura de Jon McCormack y sin el programa inicial por él formulado no habría nada en esa sala, pero él no es ni de lejos la causa suficiente de la existencia de Eden. El proceso de chance & choice, azar y elección, nunca había quedado tan claro como ahora. A mediados de los 60, Max Bense condensó de forma singular los principios de estética informacional plasmados, por ejemplo, en su libro Pequeña estética , que tuvo amplias repercusiones en general y en Brasil en el grupo de poetas concretos reunidos en torno a Haroldo de Campos, Décio Pignatari y Augusto de Campos, un grupo para el que la idea central de chance & choice desempeñaba un papel decisivo en un momento en el que el ordenador aún era una máquina extraña anclada en un laboratorio, demasiado alejado del ordenador doméstico que empieza a hacer mayor acto de presencia veinte años después, a mediados de los 80. Hoy obras como Eden permiten ver con claridad el verdadero significado de chance & choice. La idea de autor está sufriendo un proceso evidente de Auflösung, la disolución de la que hablaba Hegel en relación con el arte, muchas veces traducida equivocadamente por muerte: en tiempos de Hegel el arte no estaba muriendo pero sí disolviéndose, igual que hoy el arte conocido como tal y su autor experimentan un proceso de difuminación. Fenómenos como Creative Commons incentivan dicho proceso, en ese caso por motivos más ideológicos que específicamente técnicos y tecnológicos, aunque estos puedan influir en aquellos como representación de las relaciones sociales.
eArte
A principios del siglo XX, las poderosas vanguardias artísticas empezaban a disolverse justo después de su momento culminante; y a principios del siglo XXI, la noción misma de arte tal y como lo hemos conocido durante 150 años se ve afectada por un proceso análogo de dilución o por un segundo proceso de dilución, para darle la razón a Hegel. Cambia el contenido y la actitud en relación a la sociedad y al arte igual que cambia la forma (ahora es necesario hablar de formato), el soporte, los medios de producción. Si para el siglo XX arte era aquello, lo que ahora empieza a presentarse como arte, y no es aquello, debería adoptar otra denominación si se quiere respetar el rigor de la terminología científica. En su defecto, se habla, por ejemplo, de «arte», entre comillas. (Techne sigue siendo una denominación apropiada.) Permanecen sin duda activos todos los procesos del arte previo, como una especie de fantasma o espíritu casi incorpóreo que se comporta o pretende comportarse como si aún existiera, algo natural en la dinámica cultural. Sigue habiendo galerías y bienales y revistas de arte (que caen cada vez más en desgracia, no solo por formar parte del espectro de la prensa en general) y subastas; si una obra de valor estético discutible como el Salvator Mundis, supuestamente de Leonardo da Vinci, pudo venderse este mes de noviembre de 2017 por unos alucinantes 450.312.500 USD (de los cuales poco más de 50 millones de dólares son la comisión de la casa de subastas Christies), queda clara la señal de un esfuerzo desesperado por creer que algunas cosas aún tienen valor más allá de la simple rareza del objeto. Sin embargo, el impulso creativo en la línea de aquello que un día fue arte se agota: la aplastante mayoría de la producción artística contemporánea se enmarca en el paradigma propuesto por Duchamp y otros incluso anteriores. El arte de base computacional hoy en gestación se encuentra en un territorio en realidad abandonado, un territorio ya arrasado por diferentes ejércitos invasores. Las críticas a un arte y a artistas que han abandonado el espíritu inconformista propuesto desde finales del siglo XIX para entregarse al mercado pasan a ser irrelevantes, porque el problema no reside ahí. El nuevo arte electrónico o el nuevo «arte» electrónico, el eArte, no está en el mercado, no vive en el mercado, no depende del mercado; sus proponentes, para no decir sus autores, suelen vivir de otra cosa (becas de investigación, docencia en universidades, creación tecnológica en laboratorios de innovación, patentes). Es cierto que de vez en cuando algo nuevo, perteneciente a ese tipo de nuevo, se vende en el mercado: artistas como la brasileña Regina Silveira entregan a sus (pocos) compradores capaces de aceptar esa propuesta DVDs que contienen el archivo de la «obra» propuesta, sin que haya una obra física que cambie de manos. La «obra» así vendida y posteriormente instalada por el propio comprador no tiene carácter de una cosa definitiva, no es más que una copia de una matriz susceptible de ser replicada un sinfín de veces si, por ejemplo, se borra de la pared (se destruye) para sustituirla por otra y luego se vuelve a producir y colocar en la misma pared. No obstante, aún es muy poco habitual que un coleccionista privado tenga montada en su casa una versión de Eden o de Fearful Simmetry; para un museo es algo posible y natural, para un coleccionista no. ¿Seguirá habiendo coleccionistas? En esa misma línea, es posible suponer o prever la venta, en tiendas virtuales, de algoritmos genéticos parcialmente desarrollados, que el comprador descargará en su ordenador para luego comprobar en qué se acaban convirtiendo. Un algoritmo genético, por definición, elimina la intención y la voluntad humanas, desplazadas por el predominio de las ecuaciones matemáticas. Un único algoritmo genético bien programado como punto de partida podría generar, incluso, una multitud imprevisible, tal vez infinita, de obras «de arte», hasta el punto de que un único algoritmo genético podría ser capaz de satisfacer la demanda de arte o «arte» de toda la humanidad (suponiendo que siga existiendo) durante todo el tiempo previsible, así como prever, por computación y cálculo de probabilidades, cuál podría ser el próximo paso estético (la próxima «innovación artística») y darlo de forma inmediata. Si no existiera la humanidad, ese potente algoritmo podría satisfacer la demanda de los robots, androides o replicantes que la sustituyan, suponiendo que sigan necesitando o deseando arte o «arte» después de haber descartado a la humanidad con la misma falta de ceremonia con la que la humanidad descarta a las hormigas. En ese momento, y aun existiendo la humanidad, la idea de autor desaparecerá por completo, ya que todos los poseedores de una copia de ese algoritmo serán los autores de sus «obras» respectivas, dejando de tener sentido hablar de un autor. Es posible asimismo que surja o se imagine un Ur-Artista, un Super-Artista, una Fuente Primera, una Divinidad responsable de todo el conjunto de «arte» y «artistas» repartidos y aislados en sus celdas o células individuales, como describió E.M.Forster en su magistral The Machine Stops, con sus obras «de arte» personales que cada uno enseñará a los demás por internet, en un proceso no muy distinto del intercambio actual de fotografías por Facebook o Instagram, un proceso que ya no será análogo en absoluto al conocido durante el siglo XX y que únicamente adoptará la forma de una fantasmagoría.
Kairòs
Los interrogantes siguen surgiendo: el arte que surgió después de la primera Edad Moderna, constituida por el período entre Renacimiento y Neoclásico, y que empezó a existir en la segunda mitad del siglo XIX, ¿fue peor que el arte que lo precedió, precisamente el arte renacentista, barroco, neoclásico? Los contemporáneos (el público, los coleccionistas de arte, los artistas y críticos «académicos») de Manet, Monet, Van Gogh, Cézanne y Picasso (que pasó nueve años sin exponer públicamente su Las señoritas de Avignon, de 1907, por temor a la reacción que pudiera provocar) consideraron rotundamente que sí, que el nuevo arte era peor, infinitamente peor que el anterior; tenían la certeza de que el nuevo arte se había vuelto vulgar, inconsecuente, insultante. Monet fue considerado un horror, un pésimo emborronador de lienzos, un anti-artista; actualmente es uno de los pintores más admirados por su arte, hoy considerado pacífico y tranquilo y soberano y de una belleza devastadora. El nuevo «arte» de los nuevos medios tecnológicos, de una nueva tecnología que pone al descubierto el comportamiento del ser humano (que necesitará un nuevo concepto para definirlo ante el robot, el androide y el replicante que se aproximan) con respecto a la naturaleza (que también necesitará un nuevo concepto), que revela el nuevo proceso de producción inmediato de su existencia (o no) y con esto, asimismo, el nuevo modo de formación de relaciones sociales entre seres humanos y las representaciones intelectuales que surgen de ellas, no será necesariamente peor que el arte del Tiempo Histórico de las Vanguardias entre el siglo XIX y principios del XX. Tampoco será mejor, será otra cosa, será arte o «arte». Tal vez suceda con las artes visuales lo que sucedió con la música hoy llamada erudita: hasta el siglo XIX, la humanidad siempre escuchó música contemporánea, la música de su tiempo, la que se hacía en el momento y que era la única susceptible de ser escuchada en el momento, al no existir medios que permitieran almacenar y reproducir la música del pasado, al contrario de lo que fue posible después de la invención del gramófono, la gramola, el reproductor de DVD y MP3, etc. La música del pasado era simplemente desconocida porque no había registros suficientes y los que había no se podían interpretar adecuadamente. Cuando la música romántica pasó a dominar las salas de conciertos en el siglo XIX, incluso los músicos con experiencia no sabían cómo tocar la música barroca: los diapasones eran otros, los instrumentos eran distintos, no se entendían las escasas partituras del pasado; dominaba la música de la época. Después surgió la música contemporánea (tal y como se habla de arte contemporáneo): la música concreta, la música dodecafónica. Sin embargo, en ese momento la música que dominaba la escena musical era la del pasado, la música romántica junto, a mediados del siglo XX, a la música barroca e incluso la medieval, hasta el punto de que hoy la «música contemporánea» de Webern, Schoenberg y Berg, toda la Escuela de Viena, prácticamente ha desaparecido de las grandes salas públicas de conciertos; ahora se escucha la música anterior, la música del pasado. La música contemporánea de vanguardia, la música de hoy, ha roto sus relaciones con el público. ¿Sucederá lo mismo con el eArte? El Arte Heroico Contra la Revolución Industrial, contra la burguesía, contra el mercado (aunque le venda al mercado), ¿volverá a escena aunque se despida de los valores que lo marcaron en su propio tiempo? Como en el cuento Pierre Menard, autor del Quijote, de Borges, un libro que hoy reproduzca una copia del Quijote letra por letra, palabra por palabra, coma por coma, será totalmente distinto del Quijote de Cervantes porque la época es otra, el contexto es otro, el lector es otro. Hoy las multitudes acuden en masa al Museo de Orsay para ver a Monet, Manet, Van Gogh, pero lo que ven es un fantasma, no tiene nada que ver con lo que se vio allí mismo en Paris hace ciento cincuenta años. ¿Sucederá lo mismo con el eArte, es decir, se tornará invisible, cediendo posiciones ante los fantasmas del Arte Heroico?
La tecnología es un marco que delimita, que encuadra al ser humano, anotó Heidegger, observando que la humanidad tiene que mostrarse capaz de navegar (qué adecuado se revela hoy ese término) por las peligrosas orientaciones de ese encuadramiento, ese colocar dentro de un marco propio de la tecnología, porque solo en esa peligrosa orientación y en ese momento (kairòs) puede salvarse la humanidad. Cuando publicó La pregunta por la técnica en 1954, Heidegger tenía en mente los peligros que en esa época amenazaban a la humanidad como uno de los varios riesgos existenciales a los que se había enfrentado a lo largo de su historia. Las tecnologías de la información sitúan a la humanidad ante un nuevo e intensificado riesgo existencial porque, más allá de las cuestiones relativas al futuro del arte, es el propio futuro del ser humano el que está en juego. La civilización del carbono creó una civilización de silicona que amenaza con barrer del mapa a la propia civilización que le dio origen. Heidegger pareció creer que el marco de la tecnología es siempre ambiguo y que es esa ambigüedad la que paradójicamente apunta al misterio de la revelación, es decir, al misterio de la verdad que puede o podría hipotéticamente alcanzarse si la humanidad se propusiera seguir el camino abierto por el arte para navegar por esa constelación de ambigüedades y si la humanidad se propusiera seguir al artista porque es el artista o poeta, el autor de la poiesis, el que revela el mundo tal y como es en el proceso con el que el mundo se desvela a sí mismo. Hoy, ese fragmento de Heidegger corre el riesgo de sonar vergonzosamente ingenuo y propio de un wishful thinking carente de respaldo factual. Heidegger no podía vislumbrar los horizontes ampliados de las tecnologías de la información y el destierro de la voluntad humana que prometen las nuevas tecnologías. Desde ese prisma, el marco de las tecnologías computacionales deja de ser ambiguo, como planteaba el pensador, y se convierte en simplemente decisivo. ¿Qué quiere el ser humano del nuevo arte en clave tecnológica? ¿Qué puede el hombre proponer aún como nuevo arte? El tiempo se acaba, este marco podría ser el último.