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UniversidaddeCádiz
Observatorio Atalaya Servicio de Extensión Universitaria del Vicerrectorado de Cultura de la Universidad de Cádiz

9.1 Las industrias culturales y creativas

9.1: por Enrique Bustamante Ramírez

 

Los conceptos tienen su génesis y su evolución, a veces también sus exportaciones y tergiversaciones. Repensarlos, cuestionar sus acepciones admitidas, resituarlos en su contexto social, es un buen inicio para realizar un balance de la investigación en un campo doblemente simbólico como la Cultura: son valores sobre la generación y transmisión de valores. Cultura, Industrias Culturales, Industrias Creativas…constituyen también límites, fronteras que han marcado inevitablemente la investigación social, balizas para el pensamiento que es necesario desvelar para comenzar a valorar la especificidad radical de este campo de la realidad.

De las Industrias Culturales transitaremos hacia la Cultura clásica para mejor entender a ambas, por contraste y parentesco; de sus especificidades respecto al resto de la actividad humana y de su especial aplicación de las tecnologías pasaremos a su evolución histórica en la economía capitalista hacia la globalización y la financiarización, que plantean más radicalmente que nunca la dualidad entre economía y sociedad, entre crecimiento y diversidad. Viejas y nuevas modas terminológicas, como Industrias del Entretenimiento o Industrias Creativas actualizan y polarizan esas disyuntivas, evidenciando la creciente hegemonía del mercado en los albores de la Era Digital. La experiencia histórica, la evolución y los debates sobre las políticas culturales evidencian que estas dicotomías aparentemente teóricas arrastran fuertes repercusiones prácticas.

Las Industrias Culturales

El concepto de Industrias Culturales (en plural) nace oficialmente a mediados de los años 70 en Francia con los primeros estudios empíricos, económicos y sociológicos, dedicados a estudiar el funcionamiento práctico de los grandes sectores de la cultura contemporánea: el libro, el cine, el disco, la prensa de masas, la radio, la televisión…Lejos del tono unificador de sus primeros usos realizados por la Escuela de Francfurt (Adorno y Horkheimer sobre todo) y de su crítica generalista a la «cultura de masas», se trataba de estudiar las transformaciones realizadas en cada sector de la cultura moderna desde la aparición de determinados aparatos reproductores de contenidos simbólicos (culturales) que permitieron reproducir en copias múltiples un prototipo original (un «máster») acercándolas a los usuarios.

Sin embargo, resumir esos antecedentes es útil como contexto para entender la lenta implantación del término primero, frente a notables resistencias intelectuales, y su éxito fulgurante treinta años después. A Adorno y Horkheimer cabe sin duda atribuir la paternidad del concepto en singular («la industria cultural») como gran bandera de la teoría sociológica crítica contra el panorama de la cultura y comunicación «de masas» que encontraron en los Estados Unidos durante su exilio: la mercantilización y la industrialización destruían la autonomía de los creadores y la capacidad subversiva de la cultura, subordinando su consumo a la dinámica capitalista (Adorno, T., Horkheimer, M., 1994).

La denuncia de esta banalización de la cultura, establecida en diversas polémicas con los autores funcionalistas estadounidenses que Umberto Eco consagró como la lucha de los «apocalípticos contra los integrados» (Eco, U., 1981), pecaba sin embargo en ambos frentes de un valor esencialista del arte cuya supuesta edad de oro (arte independiente del poder, subversivo) resulta inencontrable en la historia.

Frase de umberto eco

En el seno de esta misma corriente de la teoría crítica cabe sin embargo destacar la lúcida reflexión anterior de Walter Benjamin, cuya obra, especialmente en un artículo famoso y preclaro, sostenía una visión relativamente optimista para la humanidad de un arte que perdía su «aura» (su ritual ligado al tiempo y el espacio de su nacimiento), que se desacralizaba y emancipaba del poder para permitir, por vez primera en la historia, – la fotografía, el cine..- ser tomada en sus manos por los usuarios (Benjamin, W., 1937):

Frase de walter benjamin

Una línea paralela a la que sigue Bertold Brecht, por los mismos años en que colabora con Benjamin, en sus ensayos recopilados en la Teoría de la Radio (Brecht, B., 1932) y que llegará a marcar también el debate sobre la democratización de los nuevos medios digitales hasta la actualidad. En cualquier caso, y como toda la teoría de la escuela de Francfurt, estos conceptos atravesarán una larga travesía del desierto de olvidos hasta los años setenta, en que vuelven a publicarse en diversos idiomas (en España, traducidos y a veces prologados por Jesús Aguirre, el más tarde Duque de Alba).

Retomando en este período nuestro hilo conductor hacia la concepción operativa de las I.C., hay que señalar que, por vez primera, a mitad de los años setenta –aunque con antecedentes ilustres como el de Raymond Williams en el Reino Unido (estudioso de la prensa y la televisión a la que ya denominó como flow, flot o flujo, incidiendo en la revolución que suponían para la cultura) (Williams, R., 1992), se comienza un acercamiento científico a los profundos cambios sufridos por la cultura contemporánea en la era del capitalismo y de su industrialización, lo que no impide una visión crítica pero equilibrada de su desarrollo: en el haber, está la socialización de la cultura como nunca se había producido en la historia de la humanidad; en el debe, figura la conversión de las creaciones culturales en mercancías que buscan conseguir el máximo de beneficios en un mercado masivo, olvidando su función social. En definitiva, hablar de Industrias Culturales supone reconocer efectivamente que buena parte de la cultura moderna, la de mayor impacto económico y social, se ha industrializado para sobrevivir, pero que ese proceso y su mercantilización no elimina su doble cara: cara económica de crecimiento y empleo, pero también cara ideológica como fuente primordial de los valores compartidos de nuestra sociedad, y en tanto plataforma vital para la redistribución social, para la participación democrática.

Se buscaba así diferenciar la cultura clásica, caracterizada por el original único, -como en la pintura o escultura, o re-presentado en cada ocasión en vivo y en directo, como en las artes escénicas-, respecto de la cultura industrializada, es decir, aquella que es sometida a un proceso de reproducción ilimitado, y en donde el prototipo o el «master» (como se denomina en el argot profesional a la creación de una grabación musical o de un largometraje) vuelca su valor en la reproducción masiva.

Industrialización cultural

Históricamente, las Industrias Culturales nacen en el último tercio del Siglo XIX y no casualmente, sino por la conjunción del desarrollo científico-técnico con la transformación de una sociedad que conseguía mayores márgenes temporales de ocio y comenzaba a disponer de capacidad de gasto para atender a esas nuevas «necesidades» culturales. La innovación técnica surge y triunfa cuando una latente demanda social la está exigiendo.

No parece mera coincidencia por ejemplo, que el fonógrafo (Edison) naciera en 1876, y el gramófono (Berliner) en 1889 para generar la industria fonográfica musical; o que el kinetoscopio de Edison derivara en 1895 con los hermanos Lumière en el nacimiento del cine; o que la edición y la prensa de masas se asentaran tras las innovaciones de la rotativa (de Applegath y Bullock) entre 1846 y 1865 y de la linotipia de Mergenthaler (1886); o que, finalmente, innovaciones colectivas dieran lugar a la radio desde 1895 y a la televisión entre 1910 y 1925.

Como Patrice Flichy ha demostrado, muchos de esos inventos fracasaron en sus planificaciones de uso iniciales y sólo tuvieron éxito cuando crearon o reprodujeron unos contenidos apropiados y cuando generaron una demanda que les permitía construir un modelo de financiación y rentabilidad sostenible (ver Flichy, P. 1980). Así, algunas tecnologías innovadoras fueron construyendo sectores de actividad cultural autónomos, que sumaban unos contenidos culturales determinados (con lenguajes y estándares diferenciados) más unos aparatos de reproducción más unos usos sociales más un esquema de financiación, hasta convertirse en pocas décadas en las actividades dominantes en la cultura de nuestro tiempo, en las vías de creación y transmisión de ideas y valores de sociedad hegemónicas de nuestras sociedades desarrolladas.

Definición de las ic

El referente. La cultura clásica mercantilizada

Calibrar integralmente las Industrias Culturales, situarlas en su evolución histórica y evaluar sus parentescos, exige sin embargo un paréntesis importante que se haga cargo de la Cultura clásica, aquella que heredamos de siglos de civilización aunque haya tenido que adaptarse en tiempos contemporáneos a la economía de mercado para poder sobrevivir. Algunas clasificaciones de los productos culturales adelantaban así la división primaria entre productos escasamente reproducibles y productos reproducibles hasta el infinito (Huet y otros, 1978 )

Singularidad de la Cultura Clásica

A priori, y como desarrollo de las definiciones de I.C. que hemos mencionado, podemos acordar una serie de características singulares, diferenciadoras de su naturaleza económica y social respecto a todo otro producto industrial o mercantil:

– Se basan sobre un original único, una idea inscrita en un soporte, diferenciado del resto de la creación artística.

– Radican en el trabajo simbólico de la mente humana, con el prurito tradicional de exigir la menor intervención tecnológica posible (obra artesanal).

– Enraízan su valor social y de mercado en el valor único de ese prototipo, -estrechamente ligado al autor-, que resulta así, por definición, no reproductible, aunque en épocas recientes haya excepciones notables (las litografías, xerigrafías etc, de una pintura, numeradas y firmadas para heredar una alícuota parte del valor del original).

– Su adaptación al mercado capitalista para sobrevivir, ha tenido que enfrentar este handicap del original único, incopiable e irrepetible en medio de una lógica que busca el mercado masivo-, que hay por tanto que re-producir en cada ocasión (como en las artes escénicas), en cada tiempo y lugar del usuario. Es, por tanto, una economía de la escasez (la obra de un autor, un estilo, las representaciones de una compañía . . .)

– Se clasifican en sectores muy diversos según su soporte y su mayor o menor legitimidad social. En especial pueden distinguirse dos grandes sectores: las artes escénicas o de espectáculo en vivo (como el teatro, la danza, los conciertos en directo, la ópera,?) y las artes plásticas (o «visuales» en una terminología moderna), como la pintura o la escultura y todas sus múltiples derivaciones. La «literatura» no se incluye en esta tipología, porque su materia de expresión, la lectoescritura, deviene en actividades culturales muy diversas, desde el libreto de teatro o de ópera hasta la poesía oral, desde la novela hasta el ensayo editados para un lector masivo.

Sin embargo, esta «cultura clásica», de «toda la vida», atesora ya una rica enseñanza proporcionada por la investigación científica, que no puede resultar ajena a las Industrias Culturales (al fin y al cabo su prolongación «natural»). Comenzando por plantearse si esa «cultura clásica que hoy conocemos ha sido la misma que la de la historia de la humanidad: hasta el Renacimiento, arte y artesanía no ofrecían significados dispares, porque ambas estaban integradas en las funciones utilitarias de la vida social; y, más aun, la originalidad no era un valor universal entonces, sino que el artista, considerado como simple expresión divina en los casos más ilustres, acudía sistemáticamente a la copia con total legitimidad social. La cultura clásica había inventado entonces muchos de los procedimientos de serialización que hoy predicamos de las I.C.: la cita, el remake, el retake, la saga, el spin-off, . . .

Resulta curioso señalar que la Cultura, entendida desde el Siglo XIX como actividad especializada y separada del resto de la vida social, aun con antecedentes de pensadores destacados desde hace siglos, comienza su singladura empírica y científica en los años sesenta, apenas una década antes del inicio de la reflexión sobre las I.C., al menos en las dos perspectivas disciplinares que nos interesan especialmente: la económica y la sociológica.

El primer campo, la Economía de la Cultura, hoy convertida en una rama próspera de la investigación económica, es fundada oficialmente por los estudios de William Baumol y William Bowen, dos economistas a los que la Fundación Ford había encargado el estudio de los teatros de Broadway que patrocinaba por razones pragmáticas (el aumento constante de sus gastos y el estancamiento de sus ingresos). En 1966, los resultados de este estudio trascendieron con mucho al encargo, para servir de marco de toda la economía de la cultura clásica: El espectáculo «vivo», decían, pertenece al sector «arcaico» de la economía, porque el lugar central de su trabajo es el trabajo de la mente humana, no sustituible por capital ni por máquinas es decir no susceptible de incrementos de productividad constantes. En consecuencia, mientras que los salarios (los costes) se alinean con los del resto de la economía, en un alza permanente, los ingresos (el precio de taquilla) no crecen en la misma proporción (demanda inelástica) (Baumol, W.J., Bowen, W.G., 1966).

La conclusión de este estudio, reiterado después por estos y otros muchos autores en contextos diversos, es que la crisis de estas actividades no es coyuntural sino estructural: «In the performings arts, crisis is apparently a way of life». O, dicho de forma más concluyente, determinadas actividades artísticas (basadas en el original único) no pueden ser sostenibles por el simple juego del mercado, sin que la denominada generalmente como «enfermedad» o «síndrome» de Baumol exija vías extraordinarias de financiación (desde el Estado al mecenazgo privado).

Un papel similar como fundador de la Sociología de la Cultura puede atribuirse al pensador Pierre Bourdieu, entre cuyos múltiples logros teóricos y empíricos destacamos aquí dos que nos van a ser muy útiles para entender también las I.C.: la determinación histórica de la autonomía del campo artístico, que llega a su culminación a finales del siglo XIX en la concepción del «arte por el arte», y el «capital cultural» que determina en buena medida el «gusto», el consumo cultural de naturaleza social. Muestran así su elaboración de conocimientos respectivamente en la oferta de cultura (creación, producción) y en la demanda (el consumo, el «gusto» del usuario).

En el primer terreno, Bourdieu analiza la culminación de la lenta constitución histórica de ese campo cultural por oposición al dominio del Estado y del capital, con Flaubert o Rimbaud, Chateaubriand, Musset o Víctor Hugo, que derivan en la creación de la figura del artista autónomo (y, por extensión del intelectual) por encima de la razón de Estado y de la búsqueda del dinero que Emile Zola representará en su apogeo con su «J´accusse». Se genera así un «campo artístico», universo relativamente autónomo del campo político y económico; una red encargada de definir lo bello, el arte, aunque atravesada siempre (en ausencia de banco central, como la Academia, y de sistemas formalizados de codificación como en la Universidad), por luchas internas en conflicto permanente (entre academias, vanguardias consagradas, vanguardias de ruptura) en una dialéctica de innovación permanente (Bourdieu, P,1992.). Bourdieu avanzará asimismo, junto a esos elementos que sitúan históricamente el papel del artista (y por tanto, también del derecho de autor y del copyright), observaciones de gran valor para el análisis de las I.C., por ejemplo al distinguir reiteradamente entre dos ciclos de vida excluyentes de la empresa de producción cultural, las de «ciclo de producción corto» (ajuste a la demanda, circulación masiva y rápida, obsolescencia alta) y las de «ciclo largo» (aceptación del riesgo, innovación), o, dicho de otra forma, la oposición entre «las obras hechas para el público y las obras que deben hacer su público» (Id. pag. 304).

En el terreno del consumo cultural, y por tanto de la constitución del gusto, Bourdieu ha aportado también conclusiones trascendentales que, nacidas de investigaciones empíricas, como la asistencia y lectura de los visitantes a los grandes museos, profundiza en las claves de los hábitos culturales, rechazando el prejuicio de una predisposición «innata» (¿genética?) por el arte. Estos hábitos culturales estarían pues marcados indeleblemente por el «capital cultural» (familiar, educativo) de cada individuo, sector o clase de la población, aunque las clases dominantes prefieren borrar ese origen heredado y atribuir tal privilegio a la predestinación, «bajo la apariencia de una total legitimidad». Y sin embargo, ese privilegio cultural, y la discriminación consiguiente, nunca es tan grande como en «la cultura libre» (fuera del ámbito escolar) (Bourdieu, P., Dartel, A., 2003).

Incertidumbres de la Cultura

De los estudios de Bourdieu y de algunos de sus continuadores, podemos entresacar también características de la naturaleza socioeconómica de la cultura clásica (mercantilizada) muy útiles para analizar las I.C.:

*Las creaciones culturales encierran en sí sus propios códigos de lectura y no se ajustan por tanto a estándares estables que permitan objetivar su «calidad». De forma que su precio en el mercado (que poco tiene que ver con sus costes de producción) no permite determinar ni su valor de uso (estético, de fruición y placer), ni su valor de cambio (estatus social).

*La incertidumbre del usuario es pues absoluta, porque carece de guías para elegir bienes que sólo el consumo puede paliar (con costes de tiempo y dinero); lo que permite definirlos como «bienes de experiencia» («C´est en lisant qu´on devient liseron» como se decía; Sólo se hace lector leyendo, podríamos traducir). Pero tal riesgo se traduce en asimismo una gran aleatoriedad económica en el productor que nunca sabe con certeza si encontrará la demanda y rentabilidad necesaria para cubrir sus costes.

*Para defenderse de esa amenaza, los productores aplicaron tempranamente procedimientos de marketing, como la serialización (géneros, formatos, series, …) destinados a «atar» y fidelizar la demanda hacia lanzamientos sucesivos. Pero sobre todo inventaron el «efecto catálogo»: acumulación de un alto número de obras destinadas a realizar una «subvención cruzada» entre ellas: de los éxitos hacia los fracasos, de las obras de venta masiva y rápida hacia las minoritarias y lentas; de las testadas de éxito hacia las innovaciones arriesgadas…

*Surgen también en cada sector los «banqueros simbólicos» (críticos, pero también productores, galeristas, editores, publicitarios en tiempos más recientes…) acumuladores de prestigio, mediadores entre la oferta y la demanda, pero que actúan asimismo como prescriptores de los valores artísticos, situando a una obra en la trayectoria del arte, valorando su innovación, contribuyendo a fijar su valor social y económico (Herscovici, 1994)

*Frente a tales incertidumbres, el consumo cultural encierra promesas indudables: el carácter inagotable de su «necesidad», cuyo uso y disfrute potencia la demanda futura; o su naturaleza de bien «no rival», en donde el consumo no discrimina ni deteriora su uso compartido por todos los usuarios potenciales (como toda la economía de la información).

Muchas de estas características, como veremos más adelante, han sido heredadas o calcadas por las I.C., entre ellas el prurito de radical originalidad ligada al autor (que está en el fondo del derecho de propiedad intelectual y sus derivaciones), o la necesaria acumulación previa de capital simbólico (prestigio) para poder basar su valor económico en el mercado, o la generación de cadenas de «banqueros simbólicos» para orientar al consumidor (espacios de crítica sobre todo en los medios de comunicación y, cada vez más, de la publicidad y el marketing). Pero tenemos que señalar además, que las artes clásicas y las I.C. están unidas indisolublemente en muchos casos en los usos sociales y en la economía por «hileras productivas» (explotación de un mismo producto en soportes y mercados sucesivos), que tienden a hacerse cada vez más complejas con las tecnologías digitales: como las relaciones entre la música en vivo y sus grabaciones (discos, videoclips) y difusiones físicas u on line; como los espectáculos en vivo, teatro, ópera…, que se graban y distribuyen en radio-televisión o ahora en Internet; como los relatos orales que basan o inspiran ediciones en papel, que a su vez pueden servir de guiones audiovisuales; como los museos físicos o «templos» del arte visual que derivan en virtuales…

Modelos y Fases de las I.C.

La investigación empírica sobre las I.C. ha revelado puntos fuertes de sus configuraciones comunes que resultan muy útiles para clasificar y analizar el conjunto de sus desarrollos en cualquier país o a nivel internacional. Destacamos especialmente en esta línea las fases claves para el funcionamiento de todas las I.C. y las tipologías de sectores que componen las I.C.

Las grandes fases productivas de las I.C.

Como nos ha enseñado la mesoeconomía (estudio de sectores) en su tradición francesa, y al igual que en cualquier otro sector económico, la cadena de valor de una I.C. puede representarse mediante un esquema gráfico vertical que sigue la metáfora del río: va desde el Monte (las materias primas) hacia el Valle (la comercialización y el consumidor): Todos los sectores de éxito de mercado han ido construyendo, desde los primeros años de su desarrollo, una escalera similar de división del trabajo para conseguir la máxima venta y rentabilidad de sus contenidos culturales.

*En la cúspide del monte: están los creadores de bienes simbólicos, auténtico centro original de la cultura, basada en prototipos únicos que, con mayor o menor inversión tecnológica, no se diferencian mucho de los de la cultura clásica excepto en su conciencia de dirigirse a un mercado masivo y de los agentes preponderantes en ese camino.

-Le siguen en este esquema aparentemente vertical los productores o editores que invierten capital en determinadas creaciones para asegurar su reproducción y posibilitar su difusión masiva. Aparentemente pues se transforman en un intermediario entre la oferta (las creaciones) y la demanda (el público), pero su función es estratégica y va mucho más allá: efectúan un papel de censura (determinar qué llega o no al mercado), prescriben por ello estilos y gustos creativos, conforman una labor de promoción y de marca, conforman en buena medida pues el gusto cultural de los usuarios.

-Continúan la tarea productiva (y la creación de valor) los distribuidores, que transportan, almacenan en su caso, y distribuyen las copias de soportes culturales.

Aparentemente su función es también menor, asegurar la disponibilidad, la visibilidad, de las copias hacia los usuarios, pero ejercen asimismo una función estratégica y de poder, porque todo producto cultural que no sea distribuido masiva y capilarmente quedará marginado del mercado de masas. Un trabajo que en un entorno de grandes mercados nacionales, o incluso internacional o global en tiempos recientes, exige enormes inversiones y riesgos.

-Le sigue en esa cadena el comercializador, punto de difusión y venta capilar que se aproxima al usuario y su entorno espacial (librerías, disquerías, salas de cine). Una función menor pero imprescindible, que incrementas su poder de mercado cuando se concentra en grandes cadenas y potentes empresas, o cuando se fusiona con alguno de los escalones anteriores.

-Finalmente, en el extremo pegado al valle en donde desemboca todo ese proceso se encuentra el consumidor, que selecciona cada creación cultural disponiendo de su presupuesto de tiempo y dinero, y de la información, asequibilidad y accesibilidad de cada bien cultural.

Naturalmente, cada tipo de Industria Cultural ha matizado ese proceso en cada una de las fases (el cine, en poco más de una década). De forma que en la Radio y la Televisión, las cadenas con licencia estatal para emitir acumulan la función de productor de muchos de sus contenidos, la de empaquetador de sus servicios (programación), la de distribuidor (mediando una red de telecomunicaciones punto a masa) y la de comercializador de sus espacios (cobrando al usuario en tiempo y al anunciante en dinero por aquel). Acumulan así un enorme poder que basó durante años la apelación de una licencia de radiodifusión como el derecho a emitir billetes de banco.

También hay que señalar sucesivos desplazamientos históricos del peso y el poder de mercado de cada fase: los creadores, innovadores y vitales en los primeros tiempos, van viendo sus derechos usurpados por los productores.-editores a medida que estos adquieren poder económico y jurídico. En un mundo de competencia acrecentada nacional e internacional, los distribuidores se convierten en un cuello de botella (bottleneck) de beneficios y de poder cultural al revelarse como una red insoslayable para llegar a un mercado masivo, imponiéndose con frecuencia a los editores. En términos generales, puede decirse que en todas las grandes I.C. el poder de mercado (porcentaje de los beneficios finales pero también capacidad de descargar el riesgo) va desplazándose desde el monte hacia el valle, del control de las materias primas hacia el control de la comercialización final y del conocimiento y manejo del usuario (las claves del marketing moderno en fin).

Este esquema, aparentemente vertical y lineal encierra pues dinámicas mucho más complejas. Que se comienzan a mostrar si pensamos que remontando del valle hacia el monte marcha el caudal financiero: el dinero viene desde el valle (el usuario, el anunciante) atravesando en sentido inverso cada fase hasta llegar al creador. No sin cierto cinismo, algunos analistas han señalado así que el agua corre muy mal hacia arriba, lo que presagiaba que los creadores tenderían siempre los mayores índices de sequía financiera.

Monte-valle

Dos polos de desarrollo de las I.C.

Las Industrias Culturales han generado dos grandes modelos tecno-económicos (conjunción de tecnologías con modelos de remuneración) a lo largo de más de un siglo, que han contribuido a ordenar su desarrollo tanto en el mundo analógico como en el digital. Más que tipologías cerradas, se trata de grandes lógicas sociales constituidas en el medio plazo, de dos polos potentes de desarrollo que han marcado el nacimiento y la configuración de la mayor parte de los sectores.

•*PRODUCTOS EDITORIALES: (como el libro de masas, el disco, el cine):

-Son productos unitarios lanzados al mercado aisladamente, o en pequeños paquetes de información, que sufren por tanto, un alto riesgo en cada lanzamiento para encontrar su demanda suficiente.

-Reproducidos sobre soportes físicos que tienen que ir al encuentro del consumidor (librería, disquerías, salas de cine)

– Son pagados por el usuario,

-Y tienen generalmente una larga vida comercial

•*CULTURA DE FLUJO (flow, flot): (como la radio o la televisión)

-Van insertos en un flujo desplegado en el tiempo (programación)

-Reproducidos y distribuídos sobre soportes inmateriales (servicios económicos) hasta el domicilio del usuario

-Financiados indirectamente por el tiempo del consumidor (publicidad)

-Con alta obsolescencia comercial (pérdida de valor en el instante de su emisión)

La comparación de estos dos modelos sobre la primera (cine en salas) y la segunda generación del audiovisual (televisión) es bastante ilustrativa:

*El Cine afrontó enormes tasas de riesgo, con las majors gestionando un éxito o dos por cada diez lanzamientos. Tuvo que acudir por tanto a estrategias de grandes catálogos y apostar por enormes inversiones de marketing y publicidad sobre cada lanzamiento de un blockbuster para minimizar el riesgo sin conseguir eliminarlo nunca. Además tuvo que desarrollar estrategias de marketing (comunicación) para atar la demanda: star system, studio system, remakes, retakes, sagas, spin off . . .

*La Televisión en cambio, construye la estrategia de catálogo en cada programación diaria o semanal: los programas de máxima audiencia subvencionan sistemáticamente a los de menores ingresos publicitarios, los éxitos a los fracasos, las fórmulas testadas a las innovadoras y arriesgadas. La aparente «gratuidad» para el usuario le proporciona una mayor estabilidad relativa a través del mercado publicitario, y un menor riesgo para sus inversiones.

Se habla de sectores de industria cultural en el caso de actividades homogéneas, cuyo objetivo único es la creación y transmisión de valores simbólicos, que han conseguido crear una cadena de valor autónoma (siempre relativamente) respecto a las demás: cuando un aparato de reproducción, combinado con un tipo de contenidos simbólicos, han conseguido generar una demanda y un modelo de negocio que ha permitido su sostenibilidad en el tiempo. Por ejemplo, la Industria Fonográfica o Discográfica, la I.

Cinematográfica, la I. Editorial del Libro, la I. Radiofónica o la I. de la Televisión, que son también las que han logrado mayor influencia social y peso económico en la sociedad moderna. Pero esto no debe hacernos olvidar que hay muchos otros sectores autónomos de las I.C., como el comic, en donde la subordinación del creador al editor de diarios o a los «sindicatos» (agencias) estadounidenses está perfectamente documentada; o la fotografía artística, que aunque minoritaria y precaria económicamente ha tenido épocas de esplendor; o la industria del cartel gráfico que adquiere enorme significación en algunas épocas históricas,…

También se ha discutido la entidad de algunas I.C. que se escapan de aquellos polos estrictos, o que hibridan ambos modelos. Como los fascículos, o productos editoriales unitarios pero vinculados por una periodicidad en el tiempo (que disminuyen así el riesgo de cada uno), como el libro o el disco cuando forman parte de catálogos ofrecidos bajo abonos fijos a los usuarios (clubes de lectores…), como la prensa diaria incluso que empaqueta en el espacio del papel una gran cantidad de informaciones organizadas, se fija en apariciones periodificadas en el tiempo y se financia al mismo tiempo por el pago del espectador y por la publicidad (doble mercado).

La Televisión como I.C. estricta

En una visión histórica, «la televisión no sólo ha llegado a ser la industria cultural líder por la importancia de su oferta y su consumo, o por el papel capital que juega en la promoción y comercialización de las restantes industrias culturales. Sino que es también la única industria cultural en sentido estricto» (Bustamante, E. 1999, p. 25). Y ello resulta:

*Por la estandarización del producto (géneros, formatos, metrajes, ritmos…)

*Por la racionalización de la distribución (estrategia programática regida por el marketing)

*Por su industrialización de todo el proceso productivo (fábrica continua),

*Por su división del trabajo extrema (técnica y creativa) que exige una relación estable de asalariados.

La expansión de estos estudios ha sido notable, aunque siempre relativa, porque los

ortodoxos funcionalistas de la teoría de la comunicación los ignoran o simulan considerarlos un simple estudio sectorial, -como si no cuestionaran de raíz todos los estudios clásicos sobre la comunicación de masas- para mejor aferrarse a sus viejas ópticas de emisor-receptor, a sus perspectivas mediacéntricas y reduccionistas. Aun así, como los partidos políticos que consiguen mayorías amplias, los conceptos rápidamente emergentes corren el riesgo de «morir de éxito». Y este ha sido el caso de las Industrias Culturales, que en su trayectoria ascendente de apenas tres décadas ha engendrado y sigue creando tantos abusos como deformaciones o excesos. Como recordaba Bernard Miège, «el empleo del sintagma industrias culturales es siempre objeto de confusiones y de incomprensiones» (Miége, B., 2000). Pero ello sucede probablemente con todos los conceptos ambiciosos de las ciencias sociales, que no sólo evolucionan como seres vivos, sino que también son tergiversados, desviados, a veces manipulados.

Así, ha habido quienes se han empeñado en confundir las actividades culturales clásicas y más o menos adaptadas al mercado con las industrias culturales, hablando por ejemplo de los museos como «gran industria cultural», confundiendo la complejidad o el tamaño con la industria; Incluso los que han insertado a la pintura entre los «sectores» de las I.C., aunque les faltara la condición sine qua nom de la serialización y reproducción masiva . También desde ángulos muy diversos, como estudios económicos o de empleo, se ha errado repetidamente al incluir la fabricación de equipos utilizados por las I.C. en el capítulo de la cultura, agigantando el peso de estos sectores culturales pero degradando su diagnóstico y confundiendo sus remedios.

Más frecuentes han sido entre investigadores las quejas por no ver contemplados entre los sectores principales de las I.C. a sus actividades académicas o profesionales, como la fotografía o la publicidad, lo que les parecía una postergación contra la que esgrimían a veces sus reivindicaciones. Se puede achacar esta confusión a la complejidad de ciertos conceptos económicos como industria, sector o rama, objeto de interpretaciones diversas pero en los que se presume siempre una singular unidad de procesos que van integralmente desde al autor, la obra y su reproducción masiva, hasta una demanda y un público determinados, con sus consiguientes usos.

La mayoría de los estudios empíricos sobre las I.C. analógicas ha respetado estas condiciones, si bien ha privilegiado a las actividades de mayor peso económico y social: la industria fonográfica y la cinematográfica, la edición de libros, la prensa, la radio y la televisión. Ciertamente, cabría añadir otras nada despreciables, como el cómic (en diarios, en revistas o en libros), que se podría incluir también como parte de la creación de contenidos o subramas dentro de sus respectivos productos. E incluso la fotografía cuando, como arte autónomo, se desarrolla desde el autor hasta el usuario en forma de publicación (galería, revista, libro) pero su destino hacia las exposiciones suele ser justamente englobado entre las artes visuales, es decir, como parte de una cultura artesanal comparable a la pintura, porque lo que domina paradójicamente en ese uso mercantil es su carácter de original único (vintage por ejemplo) y no la de copia reproducible indefinidamente. En todo caso, lo que no cabe de forma alguna es integrar en el «sector» fotográfico desde la fabricación de hardware (equipos) hasta las industrias auxiliares (revelado), desde la fotografía de moda o alimentos hasta la «bbc» (bodas, bautizos y comuniones) utilizando el simple nexo tecnológico para agigantar el peso económico y social de un dispositivo que, por otra parte, nadie discute.

Mención aparte merece la publicidad que hemos incluido algunas veces en nuestros estudios por su enorme y doble trascendencia: como financiadora de buena parte de las I.C. y en tanto formidable maquinaria que genera e integra contenidos simbólicos en los soportes más diversos, en muchas Industrias Culturales pero también fuera de ellas (Bustamante y Zallo, 1988; Zallo, 1988a). Por ello, considerarla como un sector o una rama unificada, a pesar de sus dinámicas comunes que ya resaltan justamente los estudios de publicidad, impediría discernir su capacidad de adecuación a cada rama de las I.C. e incluso, inversamente, su poder de forzar la adaptación de muchas I.C. e incluso de actividades culturales artesanales a las propias dinámicas, económicas y creativas, publicitarias. Una vez más, importancia económica o trascendencia social no son necesariamente sinónimos de sector o industria cultural.

Podríamos hacer también referencia al turismo, a veces tachado en sentido genérico como «industria cultural» total o parcialmente. Parece claro sin embargo que esta expresión se refiere a la utilización de determinados elementos culturales, procedentes generalmente de la cultura artesanal,-museos, edificios históricos, patrimonio artístico en general, festivales en directo- como elemento de atracción para una presunta parte de la demanda turística y, en consecuencia, como un instrumento de la política económica.

Aunque coincidentemente, este tipo de turismo aparece tan citado y glorificado como difícil de medir, al menos en su impacto efectivo económico y menos aun en sus repercusiones sociales, bien venido sea siempre que coadyuve al mantenimiento del patrimonio y su puesta en valor, a condición de no confundirlo con las Industrias Culturales.

Tecnología, Cultura, Comunicación

En las páginas anteriores hemos aludido repetidamente a las relaciones entre Tecnología y Cultura, como articulación esencial para fundar la aparición y sostener el desarrollo y renovación de las I.C.. También hemos mencionado reiteradamente a la comunicación masiva como integrante intrínseco de las I.C.. Ambas vinculaciones merecen que nos detengamos en una reflexión aunque sea sintética, porque sus consecuencias atraviesan todo la historia y el análisis de las I.C. desde su origen analógico hasta su evolución digital. Olvidar o dar por sentadas esas relaciones según el «sentido común» ha dado lugar a graves malentendidos o, peor aún, a manipulaciones fuertes que han contribuido a tergiversar tanto las estrategias comerciales como las políticas públicas culturales.

En primer lugar, si reflexionamos sobre la tecnología y la técnica, veremos que pese a las confusiones con el idioma inglés, hay dos acepciones muy diferentes en español que apuntan con la tecnología a las bases materiales (físicas, químicas…) de su funcionamiento frente a la técnica que comprende el saber hacer (know how, savoir faire) de los aparatos, es decir de la ciencia aplicada frente a la cultura y los valores sociales que determinan qué hacer con aquella.

En segundo lugar, la tecnología, opuesta por definición a la naturaleza, viene necesariamente determinada por su entorno social: desarrollo científico-técnico de cada época, demandas y mentalidades de cada sociedad, inserción de sus avances en un entorno productivo concreto…Resulta así curiosa la mitificación habitual de las tecnologías como herramientas neutrales, sin prefiguración alguna, que pueden ser usadas para el bien o para el mal (con el ejemplo frecuente del martillo para construir o para matar). Como señalaba Raymond Williams, «los inventos técnicos se dan siempre dentro de las sociedades» (Williams, R., 1992. p. 184). Y Zallo nos recordaba que para

Marx la ciencia y la técnica son consideradas como «formas sociales de las fuerzas productivas del capital, materializadas en máquinas y conocimientos, organizados como capital, en un proceso que incluye la sumisión creciente del trabajo al capital (Zallo, R., 1988a, p. 19).

En el campo simbólico, que abarca tanto a la Cultura como a la Comunicación social, las innovaciones tecnológicas y sus aplicaciones sociales adquieren todavía un carácter más marcado por el saber hacer social de cada período histórico. Frente a la habitual historia simplista de «quién lo hizo primero» (el «efecto Cleopatra señalado por Paul Beaud), está la evidencia de que muchos de los grandes inventos del último tercio del Siglo XIX se realizaron de forma simultánea o cercana en países y por inventores muy diferentes; y que como hemos señalado anteriormente, el diseño inicial de muchos de esos aparatos no se asemejó en absoluto a las aplicaciones adoptadas después masivamente. Así ocurrió entre el fonógrafo de Edison y el disco de Berliner, o entre el kinetoscopio y el cine, pero también entre la radio y el teléfono, o entre la radio y la televisión «con hilos» (cable) o sin ellos. En contra de la visión lineal y siempre perfeccionista que nos vende la historia oficial (un progreso continuo y finalista), encontramos frecuentemente avances y retrocesos, una gran cantidad de fracasos habitualmente olvidados, e incluso perfeccionamientos aparentemente conquistados que quedaron marginados durante largas etapas.

Algunos historiadores y economistas de esas tecnologías han destacado así cómo, además de un cierto desarrollo científico, aplicado a la reproducción masiva de mensajes simbólicos (hardware), hizo falta inventar unos usos ligados a un proyecto artístico (unos contenidos, o software), para finalmente conquistar una forma de remuneración (un modelo de negocio diríamos hoy en día). De esta forma, Patrice Flichy ha revisado minuciosamente cada uno de esos inventos «culturales» para demostrar que sus usos inicialmente planificados no tuvieron éxito y que sus industriales se vieron obligados a testar otros en el mercado: el fonógrafo permitía grabar y reproducir pero triunfó el disco pasivo con el gramófono; el kinetoscopio se ofreció como máquina de monedas en salones de juego (los arcades estadounidenses) pero derivó en espectáculo colectivo; la radio se usó para transmitir música punto a punto, pero luego sirvió como enlace entre radioficionados y finalmente se impuso como comunicación de un emisor a muchos receptores; mientras el teléfono seguía justamente el camino inverso en un cruce entre las ondas y el cable que va adquiriendo diversas formas de éxito hasta la época de la digitalización múltiple de la televisión y la conversión del móvil en terminal para todos usos.

Seguir esa concepción de la tecnología en la cultura, sellada por las fuerzas económicas y sociales, resulta enormemente útil para escapar a todo determinismo tecnologista y a las múltiples mitificaciones interesadas que la han rodeado hasta la digitalización (como veremos en diversos temas de este curso). Porque exige una mentalidad científica, empírica y compleja, dispuesta a analizar en cada momento –y en cada país- cómo se aplica y expande cada tecnología cultural o comunicativa (para qué y para quién?). En términos generales históricos, el propio Flichy ha historiado a grandes rasgos ese proceso, desde el telégrafo óptico o eléctrico (comunicación del ejército y el Estado pasado a la empresa, luego a la sociedad masiva) hasta los espectáculos colectivos y su evolución (del teatro o el circo al cine sonoro pero silencioso), o hasta la comunicación familiar en el hogar (la radio, luego la televisión) y finalmente la comunicación nómada y en burbuja individual (el walkman, el transistor, el teléfono móvil (Flichy, P.,1991), llegando a la comunicación interactiva y sus derivaciones.

Las tecnologías de las I.C. serían así el resultado de un largo proceso dialéctico entre la innovación más el azar, de tanteo y error, que habrían ido dejando por el camino buena parte de sus potencialidades interactivas y horizontales para adoptar formas verticales y pasivas. Y ello, como señala Flichy, no por una concepción conspirativa sino por la mera conjunción entre lógica de mercado y tecnología en la búsqueda de mercados masivos y máxima rentabilidad, que privilegia siempre a los mensajes pasivos, unidireccionales, es decir limitados, censurados, autoritarios (Flichy, P.,1980).

En tiempos recientes, la saga de los grandes inventores solitarios ha sido sustituida por los equipos de I+D de las grandes corporaciones, que incorporan el marketing en su propio diseño, sin librarse por ello de errores y fracasos estrepitosos.

Por encima generalmente de estas observaciones empíricas, que intentan sacar lecciones para el futuro de las relaciones entre tecnología y sociedad, han marchado siempre visiones mitológicas, muchas veces nada inocentes, que pretendían imponer una visión unilateral y determinista según la cual la Tecnología modificaba, revolucionaba incluso la sociedad. Tenemos así una larga serie de «tecnoutopías» que al contrario del género clásico de la utopía literaria en sus orígenes, subversivo y antisistema (imaginado generalmente en un espacio y un tiempo imaginarios), marchan casi siempre en paralelo a los intereses del poder establecido. Comienzan con la comunicación de personas y mercancías (carreteras, canales, puentes, ferrocarriles) para moverse después al ritmo de las innovaciones en la comunicación inmaterial (el telégrafo, la electricidad, la comunicación social masiva), espoleadas por el matrimonio ciencia-tecnología pero proyectadas generalmente como promesas de cambio y regeneración social (Mattelart, 2000, Flichy, 1995; Proulx., 1992).

En términos más recientes, las investigaciones de Philippe Breton sobre el pensamiento de Norbert Wiener han descubierto y contextualizado un influyente origen en la obra de este autor ya en los años cuarenta. Promotor de una suerte de «utopía antropológica», Wiener centró sus esperanzas de hombre nuevo y de nueva sociedad en la cibernética, que coloca a la comunicación en el centro total del mundo, como alternativa a la entropía, al desorden, a la desagregación y la barbarie que las dos guerras mundiales habían revelado. En ese contexto de crisis y desesperanza, la comunicación y sus máquinas estaban destinadas a proporcionar una nueva racionalidad, a condición sin embargo de que no fueran apropiadas por el poder militar ni mercantil. El pensamiento de Wiener, una especie de «anarquismo racional» se expandiría especialmente desde finales de los años sesenta, con una influencia notable en los Estados Unidos (Breton, 1995)

Habría evidentemente que citar algunos antecedentes más para contextualizar el pensamiento sobre la Sociedad de la Información a partir de su nacimiento oficial. Por ejemplo, el caso evidente del mesianismo tecnológico de MacLuhan, basado en el materialismo mecanicista de su maestro Innis, con sus visiones de la construcción de la civilización humana sobre el caballo de las innovaciones tecnológicas en la comunicación. Con más influencia práctica aun, habría que rememorar a los teóricos norteamericanos de la «mass communication research» estadounidense de segunda generación, como De Sola Pool, Lerner y Everett Rogers que, sobre la estela de economistas como Rostow, lideraron los planes de desarrollo de los organismos internacionales en los años sesenta con sus teorías «difusionistas»: si cada etapa de la civilización estaba unida a unas tecnologías, la expansión de las tecnologías de la información iba a constituir el resorte capital para «modernizar» las sociedades atrasadas a partir de sus élites, y permitir su despegue hacia el desarrollo (el paso de economías primarias a industriales). Las repercusiones prácticas de estas teorías en un período en que los Estados Unidos dominaban sin discusión los organismos internacionales (la ONU, la UNESCO de la postguerra) fueron dramáticas durante años.

No es nuestra intención en este texto analizar esa larga historia, sino sólo señalar que las utopías nacidas en torno a esas tecnologías «fundadoras» permiten iluminar la raíz de muchas de las metáforas y propuestas que hoy se presentan como radicalmente nuevas en el pensamiento mitológico dominante; por ejemplo, en la influencia actual de Saint Simon y sus discípulos del socialismo utópico sobre el discurso de las «autopistas de la información», demostrada por Pierre Musso y Armand Mattelart en estudios recientes (Musso, 1997; Mattelart,1995 ).

Señalarlo brevemente nos permitirá así más adelante, en temas directamente ligados a la Era Digital, seguir las derivaciones de un pensamiento utópico particular, el que hace de la comunicación el centro único de todas sus proyecciones (de transparencia, desarrollo, justicia…), y que con antecedentes próximos no casuales tras la Segunda Guerra Mundial se desarrolla desde hace cinco décadas y hasta la actualidad. Un discurso casi totalmente dominado por las visión del poder, incluso cuando aparece marginalmente alimentado por la contracultura, una auténtica «utopía conservadora» (promesa total de felicidad sobre la aceptación del presente; Piemme, 1974), que hace de la comunicación, sus redes y sus técnicas, una verdadera ideología, e incluso una «nueva religión» (Sfez, 1988 ), prometida para todos, en todos los lugares y en un futuro inmediato. Como veremos más adelante, Internet se convertirá en tiempos recientes en el centro y objeto privilegiado para esos discursos que ocultan la realidad en lugar de clarificarla.

Como vemos en las líneas anteriores, los determinismos y tecnoutopías sobre la comunicación han ido generalmente vinculados a los de la cultura, evidenciando una relación indisoluble en la realidad social que sin embargo ha venido siendo rechazada por muchas corrientes y muchos autores, e incluso por muchos Gobiernos, empeñados en desligar la cultura (como elemento social) de la comunicación masiva (presuntamente sólo política y mercantil). Entre otras razones porque así se podía desglosar el interés general de la primera, susceptible de una regulación protectora, de la mercantilización completa de los medios de comunicación.

Y sin embargo, resulta evidentemente absurda esta pretensión de desligar la actuación de la cultura de los medios masivos de comunicación que hoy vehiculan la inmensa mayoría de la cultura socialmente visible, contribuyendo así por múltiples vías a la formación de los gustos y de los hábitos de consumo cultural. Como afirmaba recientemente Mattelart, «no puede haber diversidad cultural sin diversidad mediática.

No puede haber diversidad cultural sin políticas de comunicación» (Mattelart, A., 2006,p.17); O, como señalaba el propio Martín Barbero, «Los tradicionales actores de la cooperación han tardado demasiado tiempo en enterarse de que la comunicación es dimensión constitutiva de la vida cultural, pues una cultura está viva sólo mientras es capaz de comunicar, intercambiar e interactuar con otras culturas»(Martín Barbero, J., 2006). O, dicho de otra forma, toda creación cultural exige un plan de comunicación más o menos explícito para proyectarse socialmente, pero de la misma manera toda comunicación social transporta implícitamente valores culturales, es decir, ideológicos (no en su versión política y menos aun partidista, sino en tanto ideas sobre la conformación de la sociedad).

En definitiva, los llamados «medios masivos de comunicación» (la prensa, la radio o la televisión especialmente), constituyen otros tantos sectores de las I.C., caracterizados como todos ellos por la aplicación de una tecnología de reproducción infinita de productos simbólicos, entre los que resulta imposible separar la cultura (creación de valores sociales, ideológicos) de la «información» (de actualidad o no), más allá de una tipología de géneros y formatos cada vez menos identificables en los medios contemporáneos. Pero además, esos medios de comunicación resultan ser los espacios más sistemáticos en la sociedad contemporánea de realización directa o por encargo de productos culturales, las plataformas más potentes de difusión de esos contenidos culturales, y los lugares más influyentes de promoción de la cultura en todas sus formas.

Evolución histórica de las I.C.: Globalización y financiarización

La historia de muchas de las grandes I.C. , como el cine o el disco, muestra claramente las consecuencias espontáneas en una economía capitalista de las características especiales que hemos señalado anteriormente, sobre todo de sus gigantescas economías de escala (posibilidad de crecimiento rápido de la tasa de beneficio por producto si aumenta la talla del mercado): Las majors estadounidenses aparecen en pocos años en cuanto se consolida el modelo de negocio de estos sectores y su concentración, con nombres y marcas que perviven hasta hoy, y su concentración precoz a escala nacional se expande rápidamente tras las dos guerras mundiales a escala internacional, casi mundial, a lomos de su dominio creciente de las redes de distribución y de su correlativo poder de marketing y publicidad. Algo similar ocurre, en los mercados lingüísticos más potentes, con las editoriales del libro, aunque aquí las barreras idiomáticas lentifican la mundialización.

El surgimiento de estos gigantes culturales, que acumulan enormes catálogos de contenidos y, sobre todo, los productos de creciente éxito internacional es todavía más paradójico en sectores que la economía califica de «bajas barreras de entrada» (costes y riesgos pequeños para comenzar a competir); una realidad certificada en la presencia general de miles de pequeñas y medianas empresas, que juegan un papel esencial como canteras de innovación, pero cuyos riesgos y escasos márgenes de beneficio las subordinan crecientemente a las estrategias de las grandes empresas o grupos. En los medios de comunicación como la prensa y, sobre todo en la radio y la televisión, sometidos a concesiones o licencias estatales, economías de escala y articulaciones entre la política y la economía propiciarán estructuras todavía más rápidamente concentradas (pocos actores repartiéndose la mayoría del mercado), en un entorno de escasa competencia.

Las décadas de los años setenta y ochenta son el escenario de procesos de concentración rápida de estas empresas en grupos cada vez más potentes. La mayoría de los grandes grupos nacionales e internacionalizados apuesta por un crecimiento vertical hacia el Monte (hacia la creación ) o hacia el Valle (la comercialización, la financiación), en cada sector de las I.C. pero también, cada vez más horizontal (creando diversos medios en un mismo sector) y en forma multimedia (en diversos sectores de la cultura y la comunicación) en lo que se llamó una estrategia «multimedia», cuyas supuestas virtudes competitivas se basaban en una «sinergia» irresistible para los grandes grupos que la conseguían (realimentación entre lanzamientos y actividades culturales de muchos tipos). El grupo Times Warner, diversificado desde la prensa hacia el cine y la televisión y organizado en múltiples divisiones por sector (desde los videojuegos iniciales con Atari hasta el cómic, la literatura o la televisión) ejerció muchos años como ejemplo supremo de ese modelo empresarial que debía dar una ventaja insuperable frente a los competidores.

Ya por aquellos años, tales derivaciones empresariales agitaron los debates sobre las consecuencias que tales estrategias podían acarrear sobre el pluralismo cultural e ideológico. Pero también se señaló en muchas investigaciones las consecuencias nefastas que tal carrera hacia la mayor talla posible tenían sobre muchos gigantes de la comunicación y la cultura que fracasaron, quebraron y hasta se disolvieron como consecuencia del endeudamiento y de los enormes riesgos asumidos. La desaparición o desmembramiento de grupos como Maxwell en el Reino Unido, Kirch en Alemania, Vivendi en Francia…, fueron muestras acreditadas que la historia de los triunfadores ha conseguido hacer olvidar.

Pero el proceso de concentración empresarial de la cultura y la comunicación se aceleró en los años 90 y 2000, tanto a escala global como nacional: Herman y McChesney señalan así que en el primer nivel apenas seis gigantes globales concentran una enorme cantidad del negocio mundial, con predominio claro de las empresas estadounidenses; y que en el segundo nivel, las compañías locales «han evolucionado hacia conglomerados de los medios regionales y locales. Como tales, disfrutan de beneficios de ventas y de promociones cruzadas a escala de sus economías de la misma manera que las del primer grupo lo hacen a escala global» (Hermann, E.S., Mcchesney, R.W., 1997, p. 155). Se trata también de una mayoría de grupos integrados vertical y horizontalmente, con tendencia a la estrategia multimedia en todos los campos de la cultura y la comunicación, procedentes de la tríada mundial de países más desarrollados (los USA, Europa y Japón), con algunas presencias minoritarias de otras regiones del planeta como América Latina.

En el cuadro siguiente se reseña la magnitud de estos gigantes, pero también puede verse cómo a estos grupos de la cultura analógica se han ido sumando nuevos agentes nacidos en las redes digitales, en una problemática que analizaremos en varios módulos posteriores, pero que anticipan la combinación de nuevos y viejos actores de poder en la cultura digital en lo que algunos autores han comenzado a denominar significativamente como «HollyWeb», la competencia/alianza entre majors clásicas, integradas en enormes corporaciones, con los nuevos grandes grupos nacidos en Internet.

LOS DIEZ GRUPOS DE COMUNICACIÓN Y CULTURA GLOBAL

10 grupos de comunicación y cultura global

(Fuente: CRUSANFON, C., 2012). La nueva era mediática: las claves del escenario global. Bosch. Barcelona.)

Lo más característico sin embargo de la estructura internacional dominante de las dos últimas décadas no es ya una concentración llevada a sus máximas cotas históricas, sino su corolario: el proceso de financiarización de las grandes empresas y grupos en el marco de una mercantilización acelerada de toda la cultura. Con tal concepto se engloba una serie de mutaciones mayores de esa arquitectura empresarial: desde el paso general de una gestión privada y familiar a la dirección en manos de ejecutivos no necesariamente implicados en la propiedad; una imbricación estrecha con el capital financiero por las vía del recurso a los capitales externos (créditos, obligaciones, salida a bolsa…) impulsada por el afán de crecimiento y concentración; la exigencia consiguiente de altas tasas de beneficio permanente, propias del mercado de capitales.

Pero las consecuencias de estas transformaciones de la arquitectura corporativa tenía en estos sectores profundas consecuencias asimismo sobre los productos culturales. En una investigación en equipo llevada a cabo en la primera mitad de esta década, se concluía así que la cultura contemporánea llevaba años de intensos cambios, regulatorios, económicos, sociales, acelerados en las dos últimas décadas, indispensables para comprender las tendencias de la cultura digital pero también de una culturacomunicación analógica que coexistirá con la anterior durante mucho tiempo (ver Bustamante, 2002; 2003).

En concreto, podemos sintetizar en pocas líneas estas transformaciones esenciales previas de la «cultura analógica»:

-Las formas culturales tradicionales, como la pintura o la escultura, como el teatro o la danza, se han plegado poco a poco a las reglas del mercado para sobrevivir económicamente, pese a las limitaciones que suponía una estructura económica particular marcada por el valor del original único (como diagnosticó la enfermedad de Baumol para el espectáculo en vivo). Pero las artes escénicas y plásticas se mantienen permanentemente en crisis, con fenómenos de concentración y globalización insólitos (como las franquicias teatrales o musicales y Cristhie´s y Sotheby´s).

Como laboratorio significativo de esta mercantilización intensiva, está el cambio ostentoso de los grandes museos, privados, e incluso públicos desde una concepción tradicional centrada en la recopilación, la conservación y la pedagogía de las grandes obras nacionales reconocidas a artefactos centrados en la tasa de audiencia conseguida y orientados para ello al merchandising, la restauración, la atracción de patronos y benefactores (sponsoring) la compra-venta de obras o su circulación mercantil internacional (alquiler, franquicias) que, comenzando por las fundaciones privadas (el modelo Gugenheim) ha alcanzado ya a los grandes museos nacionales (el Louvre en Abou Dhabi); En definitiva, el generalizado arquetipo del museo-espectáculo, teorizado y elogiado durante las etapas de crecimiento (Frei,B., 2000) pero cuestionado duramente en la crisis económica, que ha venido a revelar sus enormes limitaciones económicas y sus profundas carencias culturales (modelo difusionista).

-Las industrias culturales editoriales (como el libro, el disco o el cine) inscritas en soportes materiales y sujetas al pago del consumidor, han mostrado durante años mayor vitalidad y pluralismo, siquiera fuera por sus menores «barreras de entrada» para la competencia, pero el proceso de concentración nacional e internacional y la mercantilización creciente paralela han terminado por adecuar también a esos productos al objetivo supremo de las mayores ventas posibles, trasladando así la presión comercial desde la comercialización y la distribución hacia la producción y, finalmente, hacia la creación misma.

-Mucho más aptos para ese proceso, los medios de comunicación de flujo como la radio, la televisión o la prensa se han constituido rápidamente en pivotes del propio desarrollo capitalista, ajustándose -al impulso de la publicidad- a la regla de las grandes audiencias, del star system y de los grandes beneficios, y expulsando progresivamente por su propia dinámica de mercado a los programas culturales y educativos, pero también en general a los productos innovadores y minoritarios en aras del espectáculo y del sensacionalismo: avance imparable del infoshow en sus muy diversas variables de mezcla entre realidad y ficción, general reconversión de los telediarios, desde una concepción inicial de plataformas de información democrática y de conexión privilegiada entre administradores y ciudadanos, en formatos de infoentretenimiento (crónica negra, la prensa rosa, la autopromoción, publicidad).

No estaríamos así asistiendo a un modelo único que se impone a nivel mundial, a una «americanización» o una cultura MacDonald avasalladora y dominante, regida por productos iguales pan-difundidos de forma transnacional, sino la combinación de estas estrategias (ciertamente presentes y fuertes) con asimilación de muchas creaciones locales para domesticar a los repertorios locales de cualquier país, para «indigenizar su producción» por filiales incluso, para efectuar una «reconstrucción globalizada», descontextualizada, del cine-mundo, de la música-mundo, del estilo internacional literario (García Canclini, 1999).

Financiarización y contenidos culturales

En suma, el «viejo» modelo analógico de la cultura mercantilizada e industrializada presentaba, al filo ya de los años 90 del pasado siglo, tales carencias, defectos y desviaciones perniciosas, que no resultaba sostenible, y ello ni en cuanto a la satisfacción de su demanda (diversidad) ni en cuanto a su propia sostenibilidad económica. La cultura «digital», con todas las discusiones que veremos en otros módulos, ha abierto al menos nuevos escenarios para el futuro.

Mención especial merece la estructura de las I.C. en los países latinoamericanos, y sus similitudes con los países latinos y, sobre todo, ibéricos, de Europa, en los que la investigación ha reparado en características singulares, más allá de las lenguas comunes, que marcan todo el devenir de la cultura contemporánea:

*En el terreno del consumo, numerosos estudios han mostrado que en toda Latinoamérica, pero también en España y Portugal, las desigualdades profundas de renta y los amplios déficit históricos socioculturales priman a los medios gratuitos (publicitarios) frente a los de pago (tanto editoriales –como libro, disco, cine– como electrónicos –como la Pay TV–), cuya penetración en la población se reduce generalmente a minorías económicas y de capital cultural (Mastrini & Becerra, 2006).

– Esta generalizada hegemonía de los medios audiovisuales (radio y televisión) se agiganta así en nuestros países no sólo por esta estructura socioeconómica y cultural, sino también por una historia peculiar, señalada ya por numerosos autores, que hizo saltar a la modernidad de la transmisión de la cultura tradicional a los medios audiovisuales sin el tránsito habitual a través de la cultura escrita (libro y prensa escrita de masas).

* En conjunto, tales rasgos determinan un ineludible diagnóstico de escasa diversidad de oferta cultural, tanto en los intercambios como por los que hablan o se representan en la cultura y la comunicación (Sánchez Ruiz, 2006).

-En una investigación sobre los diez mayores grupos culturales y comunicativos de la región iberoamericana, concluíamos así que este oligopolio ha pasado de la gestión patriarcal original a un management moderno, sin por ello abandonar una estrategia oportunista histórica centrada en los mercados más seguros y rentables, que acentúa los desequilibrios de nuestros países, calcando a menor escala las estrategias de las majors: abandono de segmentos enteros de la creación-producción original más arriesgados (disco, cine…) para cultivar sólo mercados locales protegidos (telenovelas, nichos locales), centramiento en la distribución y en los medios de comunicación masivos (prensa, radio, televisión), alianzas con los grupos globales estadounidenses como terminales de difusión de sus productos, financiarización acelerada (bolsa, obligaciones) y endeudamiento que daban como resultado final estrategias exclusivas de fast-sellers en detrimento de la diversidad cultural regional…(Bustamante & De Miguel, 2005).

Además, su base económica sigue anclada en las inversiones publicitarias, pese a su diversificación vertical y multimedia.

*En un sentido similar, los autores de una investigación más reciente concluían que «en América Latina, los grupos como Televisa, Cisneros, Globo y Clarín dominan el mercado regional, y su comportamiento tiene una lógica semejante a la que observan los principales actores corporativos a escala global» (Mastrini, G., Becerra, M.,2000).

– Como consecuencia, la debilidad de las PYMES en la región, sometidas a la doble pinza antes mencionada, convertidas en terminales extremos de una economía del embudo en la que asumen todos los riesgos de la renovación del talento con escasas expectativas de beneficio. Y complementariamente, y más allá del mundo empresarial, legiones de artistas y creadores que no encuentran cobijo en los grandes grupos y muchas veces ni siquiera en los pequeños editores o productores, y cuyo único refugio es una economía directa e informal que atraviesa también a los bienes y servicios del gran mercado en el conjunto de una economía sumergida o negra (‘sombra’ en la gráfica y sugerente denominación mexicana; Piedras, 2003), cuya evaluación nadie se ha atrevido a realizar pero que sabemos por experiencia directa que es muy extensa y va mucho más allá de la presunta ‘piratería’.

Diversidad y pluralismo versus Economía

Los procesos de concentración crecientes a nivel internacional y la fuerte centralización de sus casas madre en los países más ricos, han suscitado reacciones teóricas y políticas desde los años sesenta ante la evidente desigualdad de los intercambios culturales y la dominación en la casi totalidad de los segmentos de las I.C. En último término, se trata de una lucha histórica entre la concepción de la cultura y las I.C. como identidad, como elemento capital del desarrollo frente a la visión unilateral de la cultura como solo economía.

En sus antecedentes más lejanos, pueden remontarse estas batallas hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión, lo que implica el derecho (…) de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas por cualquier medio de expresión y sin limitación de fronteras». En parte, esta concepción domina la postguerra europea tras la II Guerra Mundial, cuando la mayoría de los grandes países occidentales europeos considera que la cultura y la comunicación deben ser tuteladas por el Estado para asegurar su desarrollo armónico y su acceso universal (ministerios o consejos de cultura, radiotelevisiones públicas, ligadas a la educación pública gratuita).

A escala internacional, estas reivindicaciones deberán esperar veinte años hasta su despertar en el seno de las nuevas naciones descolonizadas, y de su relativa articulación en el llamado en esa época Movimiento de Países No Alineados (en relación a la guerra fría entre Occidente y la Unión Soviética). Con creciente influencia en la ONU y la UNESCO, tal movimiento coincide con la institucionalización del concepto de Industrias Culturales, enfrentando la legitimidad de las actuaciones públicas nacionales en defensa de una cultura y una comunicación reequilibradas frente a la consigna permanente del «libre flujo» sostenida por los Estados Unidos, como paradigma coincidente con el simple juego del comercio mercantil.

Los jalones de este movimiento, de gran repercusión política en su época, nos llevarían mucho espacio, pero pueden ser sintetizadas en algunas fechas y hechos emblemáticos:

– 1972, Helsinki: Consejo de la UNESCO sobre Políticas Interculturales.

– 1978, París: Conferencia General de la Unesco.

– 1980, Montréal: Conferencia sobre Industrias Culturales.

– 1980, Belgrado: Conferencia 21 ª de la UNESCO: Presentación del Informe MacBride.

– 1982, México: Conferencia y Declaración sobre las Políticas Culturales (Ver: VV.AA., 1982).

En esa cronología apretada, debe resaltarse la culminación teórica del movimiento en el llamado Informe MacBride, titulado realmente «Un solo mundo, voces múltiples», fruto de una comisión internacional «sobre los problemas de la comunicación» de quince miembros dirigida por el premio Nóbel de la Paz, Sean MacBride (con destacadas personalidades latinoamericanas como García Márquez o Juan Somavía), que predicaba en la comunicación, pero también en la cultura, un «orden internacional más justo y eficiente» (MacBride, S., 1980).

El informe, que contemplaba ya los cambios tecnológicos incipientes de convergencia entre las telecomunicaciones, la informática y la cultura-comunicación social, constataba las desigualdades existentes en el poder productivo y en el flujo de productos comunicativos y culturales a nivel internacional (la ficción audiovisual, las noticias de agencia…) y concluía la legitimidad de los Estados nacionales para construir políticas públicas de comunicación que protegieran su autonomía comunicativa y cultural y para cooperar con otras naciones en la construcción del NOMIC (Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación), que se integraría como una pieza capital en el NOEI (Nuevo Orden Económico Internacional).

Realmente, la culminación de ese movimiento fue asimismo su canto del cisne, porque la presión y la retirada de los Estados Unidos (con Ronald Reagan) y del Reino Unido (con Margaret Thatcher) de la UNESCO pero también la virulenta reacción de los grandes grupos de comunicación occidentales contra el Informe, al que acusaron de comunista y de manipulado por la Unión Soviética, consiguió eliminar esta problemática de la agenda de la organización internacional durante más de veinte años, hasta avanzados los años 2000. La salida del Presidente de la UNESCO, Amadou Mahtar M´Bou, significará el olvido de estas reivindicaciones hasta los debates que abocaron en 2005 al Convenio por la Diversidad.

En ese largo período intermedio, la confrontación mundial sobre la cultura se traslada a los foros de comercio internacionales, estallando en la llamada Ronda de Uruguay (entre 1986 y 1993) del GATT (Acuerdo general sobre aranceles y comercio, nacido desde 1945): Ante las negociaciones sobre los tratados de libre comercio y el intento de imponer al audiovisual y la cultura las cláusulas generales de no discriminación y de desarme reglamentario, que en la práctica prohibían las políticas estatales o regionales de apoyo a la cultura propia, Europa, liderada por Francia, no consiguió excluir definitivamente a esas actividades de los acuerdos pero logró al menos una exención por diez años, lo que se conoció con el apelativo de la «excepción cultural».

Tal solución provisional ha hecho que, periódicamente, en cada negociación o avance de la OMC (Organización Mundial de Comercio, creada en 1995), se replantee de nuevo el debate sobre la cultura y su liberalización total, especialmente en el marco del GATS, tratado sobre el libre comercio de servicios, entre los cuales se incluiría la cultura. En su última versión muy reciente, en 2013, y con motivo de las negociaciones para un tratado de libre comercio entre los USA y la U.E., la confrontación europea sobre el tema llevó al propio Secretario General de la U.E., José Manuel Durao Barroso, a acusar a Francia, que mantenía la resistencia a tratar a la cultura como una mercancía más, de adoptar una postura «totalmente reaccionaria», mientras el cineasta Costa Gavras, al frente de un amplio movimiento de artistas, calificaba en paralelo a Barroso de «un hombre muy peligroso para la cultura».

Esta tensión sostenida se desarrolla en los últimos años en paralelo con el reverdecimiento de la problemática de los desequilibrios simbólicos en el seno de la UNESCO, pero orientada ahora mucho más hacia la cultura que hacia la comunicación.

Un movimiento, agitado por muchos países ante los tratados bilaterales o multilaterales de libre comercio, que culminará en la Convención sobre la protección y promoción de la Diversidad de Expresiones Culturales, aprobada en la 33ª Conferencia de la organización, en París, el 20 de Octubre de 2005, y que goza ya de la ratificación o adhesión de 118 países, entre ellos España (BOE 12-2-2007).

Convencion sobre la proteccion y promoción de diversidad expresiones culturales

El concepto de diversidad venía así a sustituir al de excepción cultural con un matiz menos defensivo y más positivo y proactivo. Pero en su reciente y corta andadura, esta acepción solidaria de la diversidad ya ha sido objeto de múltiples debates y tergiversaciones, incluyendo la versión de diversos altos directivos empresariales que sostienen que la diversidad ya la garantiza el mercado y las múltiples divisiones autónomas de sus propios grupos multimedia. Sin embargo, y como se señalaba en las conclusiones de un texto colectivo: «La diversidad no se limita a la multiplicidad de productos en el mercado; rebasa la oferta diferenciada al comprender tres tipos de diversidad que remiten a : entidades territoriales (países y colectividades, grandes, medianos y pequeños; operadores empresariales (grandes, medianos y pequeños) y modelos institucionales (mercado puro, servicio público, tercer sector o empresas sin fin de lucro» (Yúdice, G., 2002).

En el mismo sentido, uno de los mayores economistas actuales de la cultura, David

Throsby señala que es importante recordar (…) «que los bienes y servicios generados por las Industrias Culturales se distinguen de otros bienes y servicios por el hecho de que producen un valor cultural además de un valor económico, y que este valor cultural es en sí mismo importante para la sociedad. Una estrategia de desarrollo industrial, por ejemplo, que insistiera solamente en la creación de valor económico por las I.C. se quedaría a medias» (Throsby, 2011, p. 180).

Cooperación cultural y diversidad

De las Industrias del Entretenimiento y del Ocio a las Industrias Creativas

En la tradición estadounidense, académica y profesional, raramente se habla de Industrias Culturales, sino de Industria del Entretenimiento (Entertainment Industry), en donde reina una visión pragmática como negocio, como economía. El texto de cabecera de este tipo de acercamiento es el de Harold Vogel, antiguo consultor de Merril Lynch, presentado como «a guide for finantial analysis«, que ha derivado a estudios numerosos de consultoría sobre el mercado norteamericano o internacional (ver Vogel, H., 1994).

Entretenimiento y ocio

El problema de este tipo de definiciones y estudios no sólo es que olvidan la cara política y social de la cultura, y por tanto la permanente intervención sobre ella de las autoridades públicas. En su empeño por exagerar el peso económico de esos sectores, mezcla actividades culturales con otras que no lo son en absoluto, olvidando la singularidad económica de la cultura, que resulta adicionada a otros muchas actividades económicas no culturales.

Desde la segunda mitad de los años 90 y, especialmente, en el Siglo XXI, se ha expandido el uso del término de «industrias de la creatividad», de la que suelen derivarse otras muchas declinaciones: economía creativa, empresas creativas, trabajadores creativos, países creativos. El origen de ese concepto se remonta a los laboristas australianos de los primeros años 90, pero su éxito está ligado a la «tercera vía» de los laboristas de Tony Blair en el Reino Unido que lanzaron una Creative Task Force (1997-2000), y otras muchas iniciativas, como el informe All our futures: Creativity, Culture & Education (Septiembre 1999) y dos ediciones sucesivas de un Creative Mapping Document (1998-2000). Una campaña sostenida que venía oportunamente a suplantar el ya gastado eslogan del thatcherismo sobre la Sociedad de la Información por una cultural economy, rápidamente complementada por la creative base.

El objetivo era siempre «maximizar el impacto económico de las industrias creativas británicas del Reino Unido dentro y fuera» (Informe Cox, cit en Schlesinger, 2008), implicando en esa tarea a los departamentos ministeriales del tesoro, del comercio y la industria, además de los de cultura (Culture, Media & Sports) y educación. Y en los primeros análisis se incluían entre los sectores implicados a la publicidad, la arquitectura, el arte y las antigüedades, el diseño, la moda, el film y los programas interactivos, la música, las artes de performance, la edición, el software, la televisión y la radio, pero también en ocasiones la electrónica de consumo, la informática y las telecomunicaciones, los deportes de masas…. El problema, como en las Industrias del Entretenimiento, reside en las fronteras borrosas y cambiantes de tal denominación, de forma que los estudios y estadísticas de cada zona o cada informe cambian con frecuencia los sectores de actividad analizados, impidiendo las comparaciones entreregiones y países o en su evolución temporal.

Desde el Reino Unido, el recurso a las Industrias Creativas se extenderá rápidamente por Europa, y alcanzará a las instancias de la propia U.E., con su estudio sobre «The Economy of Culture in Europe» (KEA, 2006), presentándose luego como pieza clave del desarrollo de la cumbre de Lisboa de 2000 y de su estrategia 2010, al ser adoptada oficialmente por el Consejo Europeo cuando proclama la necesidad de un mapa del sector y de un estudio sobre «los caminos en los cuales la creatividad, las industrias creativas y los socios públicos y privados en el sector cultural contribuyen a la economía europea, al potencial social y cultural y , de ese modo, al cumplimiento de los objetivos de Lisboa» (U.E., 2006: P. 2). Y llegará a tener un alcance mundial cuando la UNCTAD, agencia de la ONU para el desarrollo, apadrina esta concepción en su «Creative Economy. Repport » (UNCTAD, 2008).

Aunque este informe y algunos autores simplistas han identificado sin más Industrias Culturales e Industrias Creativas, ciertos textos , como el citado de KEA para la U.E. han precisado de forma más razonable y útil, distinguiendo en el último informe sobre la economía de la cultura en Europa entre:

*El sector cultural: «productor de bienes y servicios no reproducibles orientados a ser «consumidos» sobre el terreno»

*Sectores Industriales: «Productor de bienes culturales orientados a una reproducción masiva, una diseminación masiva y la exportación»; precisando más adelante que son «enteramente culturales», sin funciones secundarias utilitarias».

*Y el «sector creativo» : «en donde la cultura se convierte en un imput creativo en la producción de bienes no culturales»; o «Creativity«: «uso de los recursos culturales como intermediario en los procesos de consumo y producción de sectores no culturales y de ese modo como fuente de innovación».

Gráficamente, esta tipología es representada en el informe citado como un juego de tres círculos concéntricos: en el primero estarían las arts field (pintura, escultura, diseño, fotografía, mercado de arte y antigüedades), y las performings arts (opera, teatro, danza, circo) y el patrimonio, las bibliotecas, los archivos. En el segundo se engloban el libro, el film, el disco, la radio, la televisión, la prensa..). El tercero, el de la creatividad, se reconoce más ambiguo e indefinido (con actividades «imposibles de circunscribir») y sin indicadores internacionales para medirla, pero se incluyen tentativamente aquí el diseño, la arquitectura y la publicidad.

grafico de artes e industrias

CUADRO 1.1.2.Propuesta de delineación de los sectores culturales y creativos

Circulos-sectores-caracteristicas

(Fuente: KEA, 2006)

La prudencia de los documentos de la Comisión o de sus informes encargados a la consultora KEA, al huir de la elefantiasis habitual de las ICR, merece ciertamente atención. Al incluir en ese perímetro sólo a la publicidad y al diseño (puesto que la arquitectura creativa podría incluirse en este último), diferenciándolos claramente de la cultura y de las Industrias Culturales, la U.E. parece estar llamando la atención sobre la creciente importancia estratégica de la cultura como herramienta para dinamizar sectores y actividades no culturales a través de dos resortes que han gozado de insuficiente atención en la investigación académica, al menos en lo que se refiere a su peso económico y social, a sus condiciones de desarrollo y sus estructuras europeas. Lo sorprendente en este marco es que la U.E. no haya realizado o encargado informes empíricos concretos sobre la realidad de esos sectores en Europa, que fundamentaran medidas o programas específicos de apoyo para el futuro.

Frente a informes como el citado de KEA de 2009, cuyo carácter «heurístico» y etéreo, con apelación a lo irracional y lo sentimental, sin trabajo de campo alguno, no aprobaría nunca como tesis doctoral en ninguna universidad europea, no parece que fuera tan complicado realizar un auténtico estudio empírico sobre la publicidad y el diseño, analizando su peso económico real, avanzando su análisis por actividades y separando sus componentes culturales, informativos, y los de la correspondiente generación de valor añadido de los puramente industriales.

Para ese análisis concreto, habría que partir de los nexos estrechos que han mantenido e incrementan con la Cultura, un campo que muchos autores han desarrollado ya en la publicidad y el diseño, y que nadie podría negar hoy. Hace ya muchos años que se realizaron exposiciones emblemáticas como la del Centro Pompidou de París (1992) sobre la publicidad y las vanguardias, o la del MOMA de Nueva York («Design and the Elastic Mind«, 2008) sobre las relaciones indisolubles entre arte y diseño, tema en torno al cual muchos autores han reflexionado en tiempos recientes.

Esto no significa, en absoluto, que ambos sectores puedan ser asimilados a las Industrias Culturales, como hemos argumentado anteriormente (ver Bustamante, 2011). En primer lugar, porque al contrario que aquellas no se dedican exclusivamente a la creación y transmisión de valores simbólicos, sino que resultan subordinados permanentemente a otros objetivos pragmáticos comerciales (la venta de una marca, de un producto o servicio) y delimitados en sus posibilidades creativas por el valor utilitario (simbolizados por el briefing), como señalan los propios análisis de KEA.

Además, considerar a la Publicidad como una «Industria cultural total» Rodríguez,2010) o una «Industria Cultural transversal», como han propuesto algunos estudios, significaría retrotraer a las I.C. a su declinación abusiva en singular, confundiendo actividades muy diversas, y unificando de nuevo dinámicas entre sectores (materias de expresión, aparatos de reproducción, demandas y usos específicos) que la investigación ha aprendido fructíferamente a distinguir desde hace décadas.

Ni la Publicidad ni el Diseño, en términos genéricos, cumplen tampoco las condiciones básicas de autonomía que delimitan la singularidad de cada rama de las I.C., desde su innovación original tecnológica adaptada a la reproducción de prototipos simbólicos, hasta la conformación de una demanda y un modelo de negocio independientes, por mucho que se interrelacionen entre sí y mantengan tendencias comunes. Aunque la Publicidad sea también una productora masiva de contenidos simbólicos específicos para los distintos medios y soportes (la prensa, la radio, la televisión o, ahora, Internet) incluso alcance un todavía minoritario estatuto de autonomía en sus canales por marcas en Internet, sin parasitar a otros contenidos no comerciales.

En cambio, sería absurdo negar la enorme importancia económica moderna de la Publicidad y el Diseño, mucho mayor que la de muchas Industrias Culturales. La primera, como financiera esencial de los medios de comunicación masivos e incluso cada vez más de casi todos los contenidos culturales digitales; el diseño, por su aportación de valor añadido a innumerables actividades económicas de nuestro tiempo.

Pero justamente esa omnipresencia económica exige ser exquisitamente cuidadosos en la metodología de evaluación de su peso en la economía: diferenciando por ejemplo, en la publicidad entre sus diferentes soportes y actividades, fijándose sobre todo en el papel de la creatividad publicitaria, procurando no caer en la doble contabilidad de recursos ya cuantificados en los medios masivos, separando por ejemplo la comunicación interpersonal (como el telemarketing); y en el caso del diseño, con actividades comunes con la anterior (por ejemplo, en el diseño gráfico), sería preciso medir exclusivamente su valor añadido sobre los procesos industriales y mercantiles, diferenciándolos estrictamente de estos últimos, y evitando toda exageración equivocada de su peso en el PIB.

Sobre todo, más que sus magnitudes macroeconómicas, importaría estudiar su funcionamiento, caldo de cultivo, estructuras, agentes, relaciones entre creadores y condicionamientos prácticos, su desarrollo o atraso en cada país europeo, sus dependencias del exterior, sus fortalezas y debilidades en suma en Europa. A título de ejemplo, mientras que en el discurso europeo las ICR se confunden con las PYMES y los pequeños emprendedores, sabemos bien que la publicidad se concentra hoy en enormes macrogrupos globales, en su mayor parte con pocas raíces empresariales autónomas en Europa; y que el Diseño, al contrario de su mitología, aparece cada vez más también como obra preferente de las multinacionales y de grandes unidades de innovación . Calcular en estas ramas el déficit comercial europeo -como se ha hecho en el cine y la televisión- y en consecuencia el beneficio y el empleo «exportado» a otros países- no sería en este contexto un ejercicio fútil, sino una base de realismo y una importante herramienta más para trazar planes de actuación.

Las Políticas culturales y de comunicación

Los debates sobre estos conceptos y sus matices no se limitan sólo al campo académico o teórico, sino que tienen fuertes consecuencias prácticas:

La evolución de las Industrias Culturales durante su ya relativamente larga historia está directamente vinculada a las acciones del Estado desde su nacimiento. Las censuras y controles, la apertura paulatina a la iniciativa privada (como en la prensa o, más tarde, en la radio y la televisión), la gestión directa de algunas de ellas, la compra como gran cliente de productos culturales, el tratamiento fiscal (el IVA «cultural», tan discutido en estos tiempos, por ejemplo), etc, evidencian este hecho capital. Sin embargo, en términos modernos, estas actuaciones se han englobado con los nombres, con frecuencia desgraciadamente separados en el análisis, de Políticas Culturales y Políticas de Comunicación.

En realidad, la conceptualización y desarrollo de ambas han marchado en paralelo en la historia reciente. Y hasta los años setenta e incluso ochenta se pensaba en unas u otras como entidades totales y coherentes: «conjunto de medidas, explícitas, consecuentes, duraderas que tienen como objetivo…» (Bustamante,1985). Las frustraciones y desilusiones de aquella época han colaborado a hacer más modestos los análisis y las definiciones y a fijar la atención no sólo en el Estado central, sino también en sus escalones regionales y locales; al tiempo, se ha ido diferenciando esas políticas públicas, en las que se englobarían también las llevadas a cabo desde la sociedad civil (asociaciones de todo tipo, tercer sector), de las políticas privadas que sin duda ejercen los grandes grupos empresariales de las I.C. Ciñéndonos por el momento a las políticas públicas (pero no sólo centrales) podríamos fijar las políticas culturales y de comunicación, en un sentido amplio y pragmático, como «las acciones y omisiones de las instancias estatales de todo tipo que, de acuerdo a las concepciones y legitimaciones de cada sociedad y cada tiempo histórico, determinan u orientan los destinos de la creación, la producción, difusión y consumo de los productos culturales y comunicativos». El empleo sistemático del plural apunta también a esa concepción amplia y flexible que no exige a priori un plan totalizador y coherente.

Muchos autores han rastreado desde hace siglos los comienzos de estas políticas, y han encontrado siempre acciones culturales y comunicativas desde el poder (como el mecenazgo de reyes, nobles, papas y cardenales), porque hablar de sociedad es ya hablar necesariamente de cultura y de comunicación y de relaciones de ambas con la política. Sin embargo, el recuerdo de tales antecedentes no deja de ser una ucronía, en cuanto lectura desde nuestro tiempo de acontecimientos que nada tienen que ver con las circunstancias y concepciones actuales, y que se remontan a tiempos anteriores a la conformación de los Estados-nación y de la cultura moderna.

En su sentido moderno, el concepto mismo nace en efecto tras la Segunda Guerra Mundial, insertada en lo que se ha llamado Welfare State, es decir en el seno de las prácticas keynesianas sobre la economía y la sociedad. El Estado de Bienestar o Estado-Providencia, además de una intervención sistemática para orientar el mercado, no incluía en efecto sólo la protección de la población ante las contingencias de la salud, la edad o el empleo, sino también una presencia activa en terrenos culturales como la educación, la cultura y los medios de comunicación, (incluyendo el acceso igualitario a las redes de comunicación, ferrocarriles, telecomunicaciones, correos, etc) sin los cuales el mito fundador de la democracia, la igualdad de oportunidades –siquiera fuera teórica- carecía de sentido (Calabrese/Burgelmann,1999). Estas finalidades no están exentas, inevitablemente, de objetivos de actuación sobre las estructuras industriales: las políticas del audiovisual por ejemplo, inicialmente orientadas al proteccionismo respecto de la amenaza exterior (estadounidense) se dirigieron más claramente después, sin abandonar este fin, hacia la protección del sector de sí mismo, de sus desequilibrios y sus tendencias espontáneas de mercado, para asegurar su re-producción armónica (entre el cine y la televisión, entre la producción y la difusión, …). Pero incluso en esta derivación económica podían alegarse principios de bienestar social como la capacidad de elección del ciudadano, el mantenimiento de la identidad cultural, etc.

Con estos antecedentes, el análisis de las tipologías mismas acerca de las políticas culturales y comunicativas, muestran de forma significativa sus notables transformaciones históricas.

Perspectivas ideológicas:

-Desde el pensamiento liberal, la intervención estatal en esos campos respondía a los fallos de la dinámica normal del mercado en el campo de los bienes públicos, del monopolio natural o de actividades como la educación cuyos beneficios para la reproducción social sólo eran visibles en el medio-largo plazo. La buscada subsidiariedad estatal respecto al mercado estaba en la base de esos planteamientos, que encaja con el fomento del mecenazgo privado radicado en las grandes empresas y fundaciones.

-Para el pensamiento socialdemócrata, las políticas culturales (y de educación o comunicación) cumplían un papel más amplio y autónomo, el de asegurar la igualdad de condiciones de partida a todos los ciudadanos como base de la competencia y de la participación democrática, que el mercado nunca podría garantizar por su propia lógica.

Aunque tales opciones distinguen todavía generalmente a los programas neoliberales y derechistas de los socialdemócratas o de izquierda en general, parece evidente que la nitidez de fronteras entre ambas perspectivas está lejos de ser hoy absoluta, y que los programas de muchos partidos socialistas se ha teñido cada vez más de criterios económicos e incluso economicistas (con olvido de la cara social de la cultura). Se ha ido pasando así, en palabras del antropólogo cultural estadounidense Georg Yúdice, de la cultura como derecho (de acceso universal a una cultura diversa y de calidad) a la cultura como «recurso» económico (para los beneficios, el crecimiento y el empleo), cada vez más preponderante (Yúdice, G., 2002).

Papel del Estado:

Por una u otra vía, se desplegaron en Europa, pero también en los Estados Unidos y otros muchos países de desarrollo avanzado o intermedio, una serie de acciones que podemos englobar en tres grandes roles del Estado:

*El Estado-Gestor de la producción y difusión de productos culturales y comunicativos, en monopolio (radiotelevisión por ejemplo) o en competencia.

*El Estado-Incitador de las actividades del mercado o de la sociedad civil, no sólo por ayudas directas e indirectas contabilizables en dinero, sino también por su rol destacado en la creación de representaciones sociales (Lacroix/Tremblay/Miège,1994) que coadyuvaban a generar la demanda.

*El Estado-Regulador o árbitro para fijar las condiciones de actuación de los agentes sociales de forma directa o, cada vez más, indirecta, a través de autoridades autónomas en cada campo.

Pero, aunque los Estados han tendido, en términos generales, a deslizarse desde la gestión y producción directa de los servicios a la incitación y, sobre todo a la regulación externa como «árbitros», la mayor parte de los países se caracteriza hoy por combinaciones diversas de estas funciones, dosificadas según las historias, mentalidades y resistencias de cada país.

En paralelo a esta tipología, se han distinguido otras clasificaciones interesantes de políticas culturales, cuya mayor o menor aplicación hoy evidencia la dimensión y el sentido de los cambios:

Estructuras culturales estatales:

En función de la organización estatal responsable de esas políticas se ha diferenciado repetidamente (Bonnet, Dueñas, Portel, 1992; Benhamou, 1996) al modelo francés, centralizado sobre organismos especializados en la cultura y la comunicación (el Ministerio de Cultura especialmente, creado formalmente en 1959 con André Malraux) del anglosajón, en donde realmente evidencian diferencias notables entre el caso británico, marcado por una concepción elitista de las «arts» y organizado con fuerte financiación pública pero organismos independientes (los «Quangos»), y el estadounidense que no cuaja hasta los años 60 (con el National Endowment for the Art y for the Humanities, o NEA), y se asienta rápidamente sobre un eje central: la incitación a la inversión y el capital privados (mecenazgo) por medio de deducciones fiscales. Pero, aunque estos modelos iniciales se mantienen en buena medida en esos países fundadores, la mayor parte de los Estados practican en los últimos años mixturas diversas de la iniciativa estatal y de la privada, con tendencia ciertamente a un mayor protagonismo de las empresas y fundaciones privadas, cuyas dinámicas lideran crecientemente las estrategias y los objetivos con su extremo radical en la situación estadounidense.

En relación también a la estructura general de los Estados puede distinguirse entre:

– Políticas centralizadas: en la capital del Estado, como han sido tradicionalmente los casos de Francia pero también del Reino Unido.

– Políticas descentralizadas: en países federales como Alemania, en primer lugar, pero también los USA e incluso, por su reparto de presupuestos públicos, en España, en donde las Comunidades Autónomas y los grandes municipios sostenían el 82-85 % del gasto estatal en cultura.

Modelos comunicativos de la política cultural

Políticas Culturales o Políticas Industriales:

Finalmente, no deja de tener interés la atención puesta por algunos expertos en los escalones concretos de cada sector cultural sobre los que se ejerce prioritariamente la acción estatal, aunque los fines conjuntos sigan siendo la preservación de la identidad cultural o la reproducción equilibrada del sistema. Así, en un estudio realizado sobre las políticas culturales en 13 países del Consejo de Europa se descubría que el «centro de gravedad» de esta intervención era el estadio de la producción, mientras que resultaba escasamente practicada en la promoción o la transmisión de esos productos (Rouet,1989).

Sin embargo, es fácil advertir, en la última década especialmente, que las políticas nacionales y regionales se han orientado crecientemente hacia la distribución, la promoción y la venta, en paralelo a la hegemonía clara del «valle» en los sectores culturales y comunicativos y que en la producción misma han premiado a los criterios «objetivos» de ventas, también en correspondencia con esa filosofía dominante de primar el éxito refrendado por el mercado. A cambio, se marginaban las ayudas a los creadores (operas primas, obras innovadoras, productores emergentes…) y a los consumidores.

Esta prima al éxito en el mercado para administrar las ayudas estatales resulta evidentemente más tributaria de la política industrial que de una política cultural cuyo principio básico –el apoyo a la creatividad y al pluralismo, la compensación de las fallas del mercado- queda desvirtuado en buena medida.

Pero la huella de los objetivos de las políticas públicas se puede seguir también muchas veces en las herramientas puestas en marcha para desarrollarlas: las subvenciones a fondo perdido caracterizan con frecuencia a una política cultural, mientras que los avales financieros o los préstamos reembolsables son más típicos de las políticas de sesgo económico claro.

Contradicciones de la desregulación:

Atravesando todas las tipologías, nos encontramos desde los años setenta y ochenta con un proceso de transformaciones ligadas a la crisis fiscal e ideológica del Estado de Bienestar, que se proyecta en la cultura y la comunicación sobre múltiples críticas a la intervención del Estado (burocratización e ineficacia, dirigismo, alteración de la libre competencia…), pero cuyo alcance va mucho más allá.

De una parte, cada uno de los roles del Estado y sus modalidades (monopolio o competencia, actuaciones directas o indirectas, estatalistas o mediadas por organismos independientes,…) así como su peso relativo y sus interrelaciones han ido evolucionando en cada sociedad, con tendencias relativamente comunes aunque destaquen peculiaridades nacionales mantenidas hasta la actualidad. Así lo evidencia simbólicamente el deterioro general del concepto y la práctica del servicio público en la cultura y la comunicación, basados en la universalidad del servicio y la perecuación tarifaria o subvención cruzada (mercados ricos subvencionan a mercados pobres, como en las telecomunicaciones o en el correo, o la televisión), y sometidos a la gestión directa y monopolista en la Europa Occidental o al oligopolio de licencias sobre la base de la «utilidad pública» en los Estados Unidos (Tremblay, 1988); porque ambos modelos han derivado en paralelo hacia el ambiguo concepto del «servicio universal», dominado más por la idea de accesibilidad y conectibilidad de las redes que por la real asequibilidad a los usuarios. En todo caso, y en líneas generales, la intervención estatal ha ido perdiendo peso como operador o gestor directo (sometido siempre ya a la competencia público-privada como en la radiodifusión), con tendencia a destacar su papel arbitral y a disminuir incluso su rol como instrumento de fomento.

Con la expansión mercantil de las industrias culturales, se ha visto también cómo los Estados agudizaban las contradicciones entre unas políticas «conservacionistas», ligadas a los sectores culturales clásicos y el abandono al albur de la competencia mercantil a las industrias culturales de mayor repercusión social; o dicho de otra forma: el Estado se hacía cargo del pasado mientras dejaba el futuro al mercado (Martín Barbero, 2002). En el campo de las industrias culturales mismas, se acentuaron las paradojas de una legitimación social peculiar que amparaba la protección de algunos sectores en tanto cultura culta (como el cine) mientras dejaba a otros (el disco siempre, el libro en ocasiones), a la suerte del mercado, o que valoraba segmentos de la cultura como espacio público protegido de la presión comercial mientras abandonaba al proceso de concentración privado el destino de la prensa escrita, la radio y la televisión. Concepciones anquilosadas y arcaicas muchas veces frente a las grandes transformaciones de las I.C. que han impedido en muchos países, por ejemplo, responder al desafío de la integración entre sectores, especialmente en la hilera (filière) audiovisual, protegiendo generalmente el cine para olvidar el camino del argometraje o la debilidad de la producción audiovisual en general en el vídeo o la televisión (Bustamante, 1994).

Estado comunicacional

Más aun, las acciones del Estado, con cada vez menos recursos destinados a estos fines, tienden a abrir caminos a la mercantilización de la cultura, e incluso se impregnan en su propia actuación directa de la dinámica del mercado, por la vía de la racionalización de costes y rentabilidades (Zallo, 1995). Además, con el crecimiento del peso económico de estos sectores y su papel puntero en la generación de empleo, muchas de las acciones de política cultural y comunicativa se tiñen de política industrial, e incluso se transmutan exclusivamente en este último campo, abandonando el fomento de la creatividad y de la innovación, no rentables en el corto plazo.

Lo curioso es que todo este proceso de cambios se ha dado en paralelo a la emergencia de las políticas y del desarrollo cultural en la agenda internacional, marcada por grandes reuniones internacionales y por sus repetidas declaraciones instando a los Gobiernos a adoptar medidas «para luchar por la democratización de la cultura por caminos o políticas que aseguren el derecho a la cultura y garanticen la participación de la sociedad en sus beneficios sin restricciones» (Mohammadi,1997).

En suma, los años finales del Siglo XX han mostrado en todos los países y a nivel internacional una desorientación pronunciada de las políticas culturales y de comunicación que, sin descartar muchas veces desviaciones partidistas o de control político, realizan confusas mezclas cambiantes entre objetivos culturales y comunicativos supervivientes del pasado con políticas económicas e industriales. Una triple dinámica en muchos casos que plantea consecuencias contraproducentes desde cada perspectiva, evidenciando las dificultades en ascenso del Estado para entender y gestionar las complejas relaciones establecidas en el mundo contemporáneo entre cultura, economía y democracia. Proceso de ambigüedades y contradicciones que no es ciertamente ajeno a la globalización económica y a sus proyecciones políticas sobre el ámbito de la cultura, y que puede predicarse asimismo de las políticas emprendidas en ese contexto por los organismos de integración regional como evidencian las políticas de la Unión Europea sobre la Sociedad de la Información desde 1994 (Bustamante,1999).

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