5.1 El marco jurídico y legal de la cultura. Los derechos culturales
por Juana Escudero Méndez
Tras el reconocimiento, primero, de los derechos civiles y políticos y, después, de los derechos económicos, sociales y culturales, se ha impuesto la necesidad de proclamar y reconocer, tanto en los tratados internacionales como en los textos constitucionales más recientes, los denominados derechos de tercera generación, también llamados derechos «de Solidaridad o de los Pueblos». En el presente capítulo, se analiza la posibilidad de afirmar los derechos culturales como derechos humanos, así como su efectividad y justiciabilidad, acudiendo finalmente a algunos ejemplos en la jurisprudencia cultural comparada.
En un intento por superar la dispersión que los derechos culturales presentan en los diversos instrumentos internacionales que los reconocen y de avanzar en una formulación audaz de los mismos, el Grupo de Friburgo ha venido trabajando minuciosamente durante más de una década para enunciar, actualizar y sistematizar estos derechos. Este grupo está formado por un equipo plurinacional de investigadores organizado en torno al Instituto Interdisciplinario de Ética y Derechos Humanos de la Universidad de Friburgo que, bajo el amparo de la UNESCO y con la encomienda de elaborar una declaración sobre los derechos culturales, ha desarrollado sus trabajos para la definición de los derechos culturales con el fin de facilitar su inclusión -con el mayor rigor técnico posibleen los instrumentos jurídicos internacionales de protección y, por ende, conforme a sus respectivas previsiones constitucionales, en los ordenamientos internos de los Estados que los suscriban.
Antes de abordar la posibilidad de su afirmación como auténticos derechos subjetivos y como derechos humanos fundamentales, comencemos por conocer el elenco de los derechos que, según la Declaración de Friburgo sobre Derechos Culturales, de 7 de mayo de 2007, integran la categoría de derechos culturales. En este documento, elaborado por el, éstos se ofrecen sistematizados del siguiente modo:
Identidad y patrimonio culturales:
Toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho:
a. A elegir y a que se respete su identidad cultural, en la diversidad de sus modos de expresión. Este derecho se ejerce, en especial, en conexión con la libertad de pensamiento, conciencia, religión, opinión y de expresión;
b. A conocer y a que se respete su propia cultura, como también las culturas que, en su diversidad, constituyen el patrimonio común de la humanidad. Esto implica particularmente el derecho a conocer los derechos humanos y las libertades fundamentales, valores esenciales de ese patrimonio;
c. a acceder, en particular a través del ejercicio de los derechos a la educación y a la información, a los patrimonios culturales que constituyen expresiones de las diferentes culturas, así como recursos para las generaciones presentes y futuras.
Comunidades culturales:
a. Toda persona tiene la libertad de elegir identificarse, o no, con una o varias comunidades culturales, sin consideración de fronteras, y de modificar esta elección;
b. Nadie puede ser obligado a identificarse o ser asimilado a una comunidad cultural contra su voluntad.
Acceso y participación en la vida cultural:
a. Toda persona, individual y colectivamente, tiene el derecho de acceder y participar libremente, sin consideración de fronteras, en la vida cultural a través de las actividades que libremente elija.
b. Este derecho comprende en particular:
- La libertad de expresarse, en público o en privado, en el o los idiomas de su elección;
- La libertad de ejercer, de acuerdo con los derechos reconocidos en la presente Declaración, las propias prácticas culturales, y de seguir un modo de vida asociado a la valorización de sus recursos culturales, en particular en lo que atañe a la utilización, la producción y la difusión de bienes y servicios;
- La libertad de desarrollar y compartir conocimientos, expresiones culturales, emprender investigaciones y participar en las diferentes formas de creación y sus beneficios;
- El derecho a la protección de los intereses morales y materiales relacionados con las obras que sean fruto de su actividad cultural.
Educación y formación:
En el marco general del derecho a la educación, toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho, a lo largo de su existencia, a una educación y a una formación que, respondiendo a las necesidades educativas fundamentales, contribuyan al libre y pleno desarrollo de su identidad cultural, siempre que se respeten los derechos de los demás y la diversidad cultural. Este derecho comprende en particular:
a. El conocimiento y el aprendizaje de los derechos humanos;
b. La libertad de dar y recibir una enseñanza de y en su idioma y de y en otros idiomas, al igual que del saber relacionado con su cultura y sobre las otras culturas;
c. La libertad de los padres de asegurar la educación moral y religiosa de sus hijos, de acuerdo con sus propias convicciones, siempre que se respeten la libertad de pensamiento, conciencia y religión reconocidas al niño, en la medida de la evolución de sus facultades;
d. La libertad de crear, dirigir y de acceder a instituciones educativas distintas de las públicas, siempre que éstas respeten las normas y principios internacionales fundamentales en materia de educación y las reglas mínimas prescritas por el Estado en materia de educación reconocidas internacionalmente y prescritas en el marco nacional.
Información y comunicación:
En el marco general del derecho a la libertad de expresión, que incluye la expresión artística, la libertad de opinión e información, y el respeto a la diversidad cultural, toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho a recibir una información libre y pluralista, que contribuya al desarrollo pleno libre y completo de su identidad cultural en el respeto de los derechos del otro y de la diversidad cultural; este derecho, que se ejerce sin consideración de fronteras, comprende en particular:
a. La libertad de buscar, recibir y transmitir información;
b. El derecho de participar en la información pluralista, en el o los idiomas de su elección, a contribuir a su producción o a su difusión a través de todas las tecnologías de la información y de la comunicación;
c. El derecho de responder y, en su caso, de obtener la rectificación de las informaciones erróneas acerca de las culturas, siempre que se respeten los derechos enunciados en la presente Declaración.
Cooperación cultural:
Toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho a participar, por medios democráticos:
- En el desarrollo cultural de las comunidades a las que pertenece;
- En la elaboración, la puesta en práctica y la evaluación de las decisiones que la conciernen y afectan al ejercicio de sus derechos culturales;
- En el desarrollo y la cooperación cultural en sus diferentes niveles.
Esta Declaración de Friburgo reúne y hace explícitos derechos que ya se encuentran reconocidos en numerosos instrumentos internacionales, aunque de manera dispersa, y responde, según justifica su propio texto, «a la necesidad de demostrar la importancia de los derechos, como también la de las dimensiones culturales de los demás derechos humanos».
En efecto, los derechos aquí enunciados, sistematizados y actualizados se encuentran ya reconocidos en los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos, por un lado, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, por otro, adoptados por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante la Resolución 2200A (XXI), de 16 de diciembre de 1966, los cuales, a su vez, tienen sus raíces en el proceso que condujo a la aprobación plenaria por las Naciones Unidas de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948.
Hasta la redacción final de esta Declaración, el Grupo de Friburgo venía agrupando los derechos culturales reconocidos en los diversos instrumentos internacionales existentes del siguiente modo: derechos reconocidos como derechos culturales, derechos reconocidos a quienes se dedican al ámbito de la cultura y los derechos civiles y políticos en su dimensión cultural:
- Dentro de los derechos reconocidos como derechos culturales por los instrumentos internacionales, figuran los siguientes: el derecho a participar en la vida cultural de la comunidad y la protección de la propiedad intelectual sobre las creaciones y los derechos de autor (reconocidos en el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y en el artículo 15 del Pacto de derechos económicos, sociales y culturales), el derecho a la educación (artículo 26 de la DUDH y los artículos 13 y 14 del PESC) y las libertades lingüísticas reconocidas a las personas pertenecientes a las minorías (artículo 27 del Pacto de derechos civiles y políticos).
- Dentro de los derechos reconocidos a los profesionales de la cultura, figuran las libertades académicas, los derechos de los docentes e informadores (a los que no se puede negar su condición de derechos humanos porque carezcan del necesario carácter de universalidad que identifica a éstos, ya que permiten y requieren ser interpretados en una lógica universal, pues toda persona puede ser autor, enseñante o informador y debe, por tanto, gozar de ellos).
- La dimensión cultural de los derechos civiles obliga a enunciar, entre otros, el derecho a la dignidad y a la no discriminación (derecho al respeto de las identidades culturales), las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, las libertades de opinión, de expresión (derecho a la información) y de asociación (derecho de pertenecer o no pertenecer a una comunidad cultural).
Igualmente, la tabla de derechos culturales elaborada por el Grupo de Friburgo con base en los instrumentos internacionales que les ofrecen cobertura, ya sea mediante su formulación expresa, ya de modo más fragmentario, partía de la delimitación de nueve derechos o grupos de derechos que, en razón de los ámbitos a que se refieren, quedaban aglutinados en torno a tres polos: creación, comunicación e identidad. A ellos había de sumarse la dimensión política de cada uno de ellos.
Así, en relación con la creatividad y la creación, se contaban las libertades de investigación, de creación y los derechos de autor, así como las libertades lingüísticas, sus apoyos normativos figurarían en los artículos 27 DUDH, 15 del PDESC, la Declaración de las Naciones Unidad sobre las minorías y en numerosos instrumentos sectoriales.
En relación con la expresión y la comunicación, figurarían el derecho a la educación y a la formación permanente, el derecho a una información adecuada y el de acceso y participación en los patrimonios culturales. Sus soportes normativos estarían en los artículos 26 DUDH, artículos 213 y 14 del PDESC y el 19 de la DUDH, y en los artículos 19 y 27 del PDCP.
En relación con la identidad, se incluiría el derecho a elegir y a respetar la identidad cultural libremente elegida en la diversidad de sus modos de expresión, el derecho de conocer y ver respetada la cultura propia en la diversidad y la libertad de referirse o no a una comunidad cultural. El amparo normativo de estos derechos se encuentra fragmentado en razón de su reconocimiento en sede de derechos civiles (PDCP: artículos 17, 18, 22 y 27), y en la Declaración de la ONU sobre las minorías, en cuanto se refiere al derecho a la no discriminación y la libertad de asociación.
En último lugar, habría de figurar el derecho de participación en las políticas culturales en todos los ámbitos particulares de los derechos que han sido enumerados (artículos 21 a 27 de la DUDH, arts. 25 a 27 del PDCP, el artículo PDESC y la Declaración de Naciones Unidas sobre las minorías).
En el ámbito europeo, un texto jurídico de gran relevancia es la Carta de Derechos fundamentales de la Unión, resultante de los trabajos de la Convención europea desarrollada entre el 26 de febrero de 2002 y el 8 de julio de 2003, que hace referencia a derechos tan arraigados como los vinculados a las artes, ya sean derechos o libertades; a la investigación científica (II-73), a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (artículo II70), al derecho a la educación (II-74), a la dignidad humana (II-61), a la libertad de expresión (II-71), etc.
La Carta, en otro plano, impone a la Unión la protección de la diversidad cultural, religiosa y lingüística (II-82), novedad que, por su conexión con los derechos culturales, ha de ser destacada especialmente.
Si la Unión se compromete a proteger la diversidad cultural tal previsión ha de entenderse, al amparo de los textos internacionales y, en especial, de la Declaración de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural y el Convenio protector de las Expresiones Culturales, como la asunción de la obligación de proteger los derechos culturales dentro de la Comunidad europea, siendo los derechos humanos los garantes de la diversidad cultural misma.
Con la protección de la diversidad cultural se estarían protegiendo los derechos culturales, imponiéndose una lectura «en clave cultural» de todo el conjunto de derechos y libertades públicas que son objeto de reconocimiento a nivel europeo.
Finalmente, hemos de citar otro instrumento muy valioso de reconocimiento de derechos económicos, sociales y culturales en el ámbito de la Organización de Estados Americanos: el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, conocido como Protocolo de San Salvador, aprobado por la Asamblea General de la OEA en noviembre de 1988, en el que se reconocen ampliamente los derechos a la educación (artículo 13) y a participar en los beneficios de la cultura (artículo 14).
En el continente africano, la Carta Africana sobre Derechos Humanos y de los Pueblos, adoptada el 27 de julio de 1981, durante la XVIII Asamblea de Jefes de Estado y Gobierno de la Organización de la Unidad Africana, reunida en Nairobi, Kenya, en vigor desde octubre de 1986, reviste una importancia crucial. En su artículo 17 reconoce el derecho de todo individuo a la educación, a participar libremente en la vida cultural de su comunidad y a la promoción y protección de la moral y de los valores tradicionales reconocidos por la comunidad, que serán deberes del Estado.
Asimismo, su artículo 22, establece: «1. Todos los pueblos tendrán derecho a su desarrollo económico, social y cultural, con la debida consideración a su libertad e identidad y disfrutando por igual de la herencia común de la humanidad. 2. Los Estados tendrán el deber, individual o colectivamente, de garantizar el ejercicio del derecho al desarrollo.»
Sus artículos 25 y 26 disponen, respectivamente, que «Los Estados firmantes de la presente Carta tendrán el deber de promover y garantizar por medio de la enseñanza, la educación y la divulgación, el respeto de los derechos y libertades contenidos en la presente Carta y de procurar que estas libertades y derechos, así como las correspondientes obligaciones y deberes, sean entendidos», así como el deber de los Estados de «garantizar la independencia de los tribunales de justicia y permitir la creación y la mejora de instituciones nacionales apropiadas que se ocupen de la promoción y la protección de los derechos y libertades garantizados por la presente Carta.»
Derechos colectivos e identitarios
Ya en el preámbulo de la Declaración de Friburgo, se lee: «Considerando que los derechos culturales han sido reivindicados principalmente en el contexto de los derechos de las minorías y de los pueblos indígenas, y que es esencial garantizarlos de manera universal y, en particular, para las personas desaventajadas«.
Desde 1969, la «Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial» de la ONU promueve el respeto universal y efectivo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, condenando las prácticas de segregación y discriminación.
La OIT (Ley Nº 24.071 de 1992) sostiene «que en muchas partes del mundo esos pueblos no pueden gozar de los derechos humanos fundamentales en el mismo grado que el resto de la población de los Estados en que viven y que sus leyes, valores, costumbres y perspectivas han sufrido a menudo una erosión»; y recuerda «la particular contribución de los pueblos indígenas y tribales a la diversidad cultural, a la armonía social y ecológica de la humanidad y a la cooperación y comprensión internacionales». Afirma la obligación de los Estados de reconocer y proteger los valores y prácticas sociales, culturales, religiosas y espirituales de dichos pueblos; respetar la integridad de sus valores, prácticas e instituciones; promover su participación en las decisiones sobre sus prioridades; proteger el medio ambiente de los territorios que habitan; tomar en consideración su derecho consuetudinario, al aplicar la legislación. El Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, de 1989, en relación con la posesión de las tierras tradicionalmente habitadas por estas comunidades, establece un concepto de territorio «que cubre la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan», y obliga a la protección de sus derechos a los recursos naturales existentes en sus tierras. Este Convenio contempla, entre otras, cuestiones de gran interés relacionadas con la cooperación a través de las fronteras, reconociendo así la situación de numerosos pueblos, asentados en territorios que exceden las fronteras nacionales (entre los pueblos andinos, los aimaras habitan en Perú, Bolivia y Chile; y los quechuas pueblan Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Brasil).
En octubre de 2005, la UNESCO llevó a la aprobación de su Conferencia General la Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales, acuerdo internacional jurídicamente vinculante que garantiza que los artistas, los profesionales y otros actores de la cultura y los ciudadanos en todo el mundo puedan crear, producir, difundir y disfrutar de una amplia gama de bienes, servicios y actividades culturales, incluidos los suyos propios. Fue adoptada porque la comunidad internacional supo entender la urgencia de la necesidad de aplicar una regulación internacional que reconociera, por un lado, el carácter distintivo de los bienes, servicios y actividades culturales como vectores de transmisión de identidad, valores y sentidos; y, por otro, que los bienes, servicios y actividades culturales no son mercancías o bienes de consumo que puedan ser considerados únicamente como objetos de comercio, aunque tengan un valor económico importante.
La Convención descansa en la asunción de la diversidad cultural como un patrimonio de la humanidad, que debe valorarse y preservarse porque acrecienta las posibilidades, capacidades y valores humanos, en un marco de democracia, tolerancia, justicia social y respeto mutuo entre los pueblos y las culturas. Destaca la importancia de los sistemas de conocimiento de los pueblos autóctonos y su contribución al desarrollo sostenible, así como la necesidad de garantizar su protección y promoción. Afirma que actividades, bienes y servicios culturales no pueden ser sólo considerados por su valor comercial, sino que encierran un valor de índole cultural. Se diferencia así del posicionamiento de los gobiernos de Estados Unidos, Australia y Japón, contrarios a la que consideran una posición proteccionista, y partidarios, hasta muy recientemente, de la absoluta vigencia del libre intercambio (Mattelart, A. 2005) en relación con todo producto y servicio.
Según la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, de 13 de septiembre de 2007, el derecho a la identidad e integridad cultural se concreta en el derecho que tienen los pueblos indígenas a determinar y proteger el sistema cultural y de valores bajo el cual viven y quieren vivir y a no sufrir la asimilación forzada o la destrucción de su cultura.
En este sentido, el derecho a la identidad cultural implica la posibilidad efectiva y real de mantenerse y perpetuarse como pueblos distintos. El derecho a la identidad e integridad cultural supone la protección de sus costumbres y tradiciones, sus instituciones y leyes consuetudinarias, sus modos de uso de la tierra, sus formas de organización social y su identidad social y cultural. Los Estados deben reconocer y respetar la identidad cultural y deben consultar a los pueblos indígenas antes de adoptar medidas o proyectos que los puedan afectar.
La naturaleza, alcance y titularidad de estos derechos son controvertidos.
Cuando se hace innegable la situación de crisis del Estado actual, sujeto a las tensiones —culturales, económicas y financieras, migratorias y de todo orden— con que la globalización ha puesto en evidencia su fragilidad e insuficiencia como instancia de organización política capaz de dar respuesta a las emergentes necesidades que aquélla genera, la afirmación de la existencia de derechos colectivos y los rasgos y alcance que a éstos se atribuyan dependerán de la respuesta jurídica que se dé a las complejas situaciones que el pluralismo cultural entraña.
En definitiva, más allá de los postulados defendidos por una u otra postura, el debate que subyace en esta polémica es si todas las culturas tienen igual valor, así como la capacidad del Estado y de las unidades político-administrativas en que éste se organice para integrar las diversas culturas a que puede dar cabida su territorio y dar respuestas satisfactorias a las legítimas aspiraciones de sus respectivos miembros y ciudadanos.
Como refiere Pérez de la Fuente, citando a Parekh en su obra «political theory and the multicultural society«, «Las sociedades contemporáneas han emergido frente a casi tres siglos de Estado cultural homogéneo. Como una entidad territorialmente constituida, el Estado moderno está acomodado territorialmente pero no tiene descentralización cultural. El Estado, durante casi tres siglos, ha ido en la dirección de considerar un requisito para su adecuada configuración la homogeneización social y cultural. Debido a esto, se ha acostumbrado a confundir unidad con homogeneidad, igualdad con uniformidad«.
El mismo autor, en su obra Pluralismo cultural y derechos de las minorías, expone cómo «el consenso sobre valores culturales que supone la nación como vínculo prepolítico del Estado que asume la homogeneidad que ahoga la diferencia» se ubica ya en otro plano, y contrapone «la posición liberal igualitaria» con el multiculturalismo. Así, aquélla «afirma un consenso sobre valores procedimentales de la esfera pública y considera las culturas como parte de la esfera privada» y proclama una pretendida neutralidad cultural del Estado, que «no existe«, ya que «para articular la esfera pública se tienen ineludiblemente que tomar decisiones que afectan a símbolos, lenguas oficiales, educación y cultura donde se trasluce el vínculo prepolítico homogéneo de la nación«. Al liberalismo le basta con que, en esas decisiones, se tenga en cuenta el pluralismo de grupos nacionales y culturales existentes en el Estado, sin articular formas de participación ni mayor reconocimientos de éstos.
Por su parte, el multiculturalismo afirma que ni siquiera el consenso de valores procedimentales de la esfera pública es neutral culturalmente. «El papel del Estado no ha de ser privatizar culturas, sino más bien promocionar y acomodar la diversidad cultural, que se considera enriquecedora e inescapable«.
Así, el liberalismo reconoce la necesidad de proteger los contextos culturales en que el individuo se desenvuelve sólo en la medida en que dicha protección garantice su autonomía y libertad de elecciones; el multiculturalismo aboga por una protección y promoción de las diferencias culturales, que conforman la identidad de los individuos.
Con estos solos apuntes, se hace evidente que la discusión sobre los derechos colectivos es un debate cargado de premisas. Las implicaciones previas de cada una de las posiciones comportan toda una serie de asunciones teóricas de muy hondo calado.
Cada una de las posiciones adoptadas por los autores de la doctrina científica, por los textos constitucionales de los Estados y de los movimientos de integración regionales, por las legislaciones estatales, por las políticas públicas acometidas por los gobiernos nacionales, territoriales o locales, etc. responden a una concepción distinta de cómo se ha de abordar, entender y atender en imparable fenómeno del pluralismo cultural: desde la asimilación de la diferencia a su integración.
Para dar cabida dentro de una entidad política, ya sea el Estado u otra entidad político-administrativa, a comunidades e identidades culturales diversas, preservando aquélla, se puede optar por la asimilación —casi siempre, insostenibleo— bien por reconocer ciertos derechos, ya sea a los individuos de dichas comunidades, ya sea a los colectivos en que se integran, estando definidos éstos por rasgos culturales compartidos y distintos de los de aquella comunidad primera.
A modo de síntesis sumarísima, en contra de la afirmación de derechos colectivos se encuentran quienes defienden la tesis individualista —en sus dimensiones ética, ontológica, semántica y metodológicaque— residencia en el individuo todo fenómeno e interés social y, por ende, jurídico, de forma que sólo el individuo puede ser titular de derechos y libertades; la tesis jurídica, que impone la rigurosa observancia de las normas que rigen en los sistemas jurídicos toda atribución de derechos, que colisiona, en este caso, con la dificultad para determinar con la necesaria seguridad jurídica quiénes son los titulares de los derechos colectivos, y con la necesidad de que un sujeto colectivo, para ser titular de derechos, tenga establecidos mecanismos de representación, toma de decisiones y asunción de responsabilidad colectiva; la tesis de la redundancia, que sostiene que los derechos colectivos se hacen redundantes de los derechos individuales que, con fundamento en el principio de igualdad, basado en la dignidad humana, ya dan respuesta a las situaciones a que da lugar toda sociedad multicultural; la tesis de los riesgos, que acentúa los inconvenientes y efectos perjudiciales o perversos que acarrea la afirmación de derechos colectivos en relación con las soluciones que su adopción aporta.
A favor de los derechos colectivos, cabe citar a quienes mantienen una tesis social, que afirma la necesidad de dispensar protección al contexto sociocultural en que se desenvuelven las personas como único marco en que se hace posible el pleno desarrollo de las potencialidades que son específicamente humanas; la tesis colectivista que, más allá, considera que existe un valor intrínseco en los colectivos, un bien moral que, en sí mismo, merece ser protegido, más allá de los derechos individuales que se reconozcan a sus miembros; la tesis política, apoyada en la necesidad de reconocer derechos colectivos con base en razones de índole política y social, de suerte que éstos están llamados a corregir y mejorar aquellas demandas justificadas a las que los derechos individuales no llegan; la tesis de la concreción, que entiende que, definidas precisamente las medidas que se reclaman a los derechos colectivos, nada obsta a su reconocimiento, siendo, pues, enunciados como derechos en función de un grupo.
Así, las posturas de corte liberal niegan la existencia misma de derechos colectivos. Partiendo de que la existencia de la sociedad es resultado natural de la dimensión social del hombre, pues el ser humano sólo obtiene su plena realización en el marco de la sociedad, y admitiendo que la identidad individual es siempre también necesariamente identidad social, ya que el ser humano existe en el seno de un determinado grupo social y el arraigo en ese grupo —que supone, entre otros aspectos, compartir ciertas pautas culturales comunes— reviste una importancia básica para su adecuado desarrollo, atribuyen todo derecho —ya sea cultural o de cualquier otra naturaleza, únicamente al individuo, pues sólo a él cabe reconocer dignidad humana, fuente del derecho a la identidad cultural propia.
Aun admitiendo que «la plena definición de la identidad individual envuelve siempre la referencia a una comunidad que la define«, se niega la posibilidad de que la comunidad cultural a la que pertenezca sea personificada y por tanto, reconocida como titular de derechos y objeto de protección y tutela en y por sí misma.
Como ha señalado, entre otros, Lamo de Espinosa, «en el momento en que el hombre es concebido como «ser de cultura», zoon politikon, animal social por naturaleza, el respeto del individuo no puede dejar de abarcar el respeto de la cultura que le constituye«.
Esta tesis no consiste en afirmar que de la existencia de diferentes grupos culturales, y de la pertenencia del ser humano a esos grupos, se infiera un deber de respeto a esas diversas culturas; sino en sostener que, habida cuenta de que el ser humano sólo obtiene su plena realización en el marco del grupo social, de la exigencia de respeto incondicionado al ser humano se infiere el derecho de todo ser humano a la protección de la cultura del grupo social al que pertenece.
Así, según estos autores, no existe «deber ético o jurídico alguno de protección de las tradiciones culturales, más que en la medida en que esas tradiciones son compartidas por los miembros del grupo social«.
Ante las dificultades de una atribución rigurosa de derechos colectivos a grupos y comunidades cuyos miembros pueden desconocerse o la inexistencia de órganos a través de los cuales ejerciten los derechos reconocidos al grupo, esta postura considera que lo decisivo es la protección de los individuos que integran la minoría en sus derechos básicos, incluido el derecho a conservar sus pautas culturales.
Se entiende que la atribución de derechos colectivos no es necesaria para dispensar una protección adecuada a los grupos sociales, especialmente a las minorías y postula que, «en definitiva, la protección de una minoría se resuelve en dos vías de actuación complementarias: por un lado, asegurar la igualdad de derechos de los individuos pertenecientes a la minoría con los del grupo mayoritario; por otro lado, proteger la diferencia, es decir, tutelar adecuadamente las peculiaridades culturales específicas del grupo minoritario. Pues bien, en ambos casos nos encontramos ante un problema de protección de derechos individuales«.
A diferencia de esta posición liberal individualista, los defensores de la postura social comunitarista llegan a afirmar los derechos colectivos como derechos fundamentales de los cuales son titulares ciertos grupos humanos.
Más allá, una posición más ambiciosa es la manifestada en la Declaración de Friburgo, cuyo preámbulo afirma que «es esencial garantizarlos de manera universal«, de modo que puedan afirmarse como derechos humanos universales, que han de ser reconocidos a toda persona, se integre o no en una minoría cultural, es decir: han de reconocerse como derechos universales, de todos los seres humanos, en la medida en que todos ellos son susceptibles de encontrarse en cualquiera de las situaciones a que atienden estos derechos.
Toda vez que el constitucionalismo iberoamericano más Las constituciones de América Latina (…) en los últimos años han dado un avance extraordinario en la consagración de los derechos culturales para el desarrollo creativo. Actualmente, representan el vivero o semillero más importante de derechos culturales que existe en el constitucionalismo mundial.»»>reciente, así como crecientes sectores de la doctrina tanto científica como jurídica y una pujante jurisprudencia constitucional emanada de cortes y tribunales estatales y regionales que han sancionado con decisión diversos derechos colectivos afirman la necesidad de reconocer estos derechos colectivos como derechos humanos de «tercera generación», estudiemos este concepto y sus implicaciones.
La expresión derechos culturales designa los derechos de toda comunidad humana a una identidad cultural, colectiva e histórica de los pueblos, y a perseguir su propio desarrollo.
Comprenden el derecho de toda comunidad a determinar libremente sus relaciones con otras comunidades —sociales y/o políticas— en un espíritu de coexistencia, diálogo, beneficio mutuo y respeto, así como el derecho a determinar su propia condición política y perseguir libremente su desarrollo económico, social y cultural.
Conservar sus propias instituciones: gozar del reconocimiento y la libertad de conservar y reforzar las propias instituciones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales, manteniendo a la vez los derechos a participar, si lo desean, en la vida política, económica, social y cultural de los estados y entidades políticas que las acogen.
El reconocimiento y ejercicio de los derechos colectivos implica la convivencia en el marco de la diversidad de las nacionalidades y pueblos, respetando y reconociendo a estas comunidades:
Su territorialidad.
- La participación en el uso y administración de los recursos naturales como el agua, bosques, etc., que se encuentren en territorios indígenas.
- La consulta a los pueblos indígenas para la explotación de los recursos naturales, tales como minas, petróleo, etc.
- La indemnización a las comunidades que la habitan por los daños ocasionados a la naturaleza por la explotación de sus recursos.
- La conservación de la propiedad de las tierras comunitarias.
La conservación de su identidad cultural:
- Contar con sistemas de educación intercultural bilingüe.
- El derecho al uso de la lengua materna.
- La propiedad intelectual colectiva de sus conocimientos.
- La práctica de medicina ancestral y alternativa.
- El uso de su vestimenta propia y de sus símbolos de identidad.
- La conservación de sus lugares sagrados y rituales.
El uso de formas propias de organización:
- La conservación y generación de sus formas de organización social y fortalecimiento de gobiernos locales y comunitarios.
- El ejercicio de la administración de justicia en el seno de sus comunidades.
- La participación de sus representantes en los organismos del Estado en cuyo territorio se encuentren asentadas.
«Si la libertad fue el valor guía de los derechos de la primera generación, como lo fue la igualdad para los derechos de signo económico, social y cultural, los derechos de la tercera generación tienen como principal valor de referencia la solidaridad«.
Así pues, los derechos colectivos son parte de los llamados derechos de tercera generación, cuyo reconocimiento internacional ha sido históricamente posterior al de los derechos civiles y políticos —primera generación— y al de los derechos económicos, sociales y culturales —segunda generación—.
Algunos derechos de esta tercera generación son el derecho al desarrollo sostenible, a la paz, al patrimonio artístico y cultural, a la propia identidad cultural, especialmente de los pueblos indígenas, a un medio ambiente sano, y los derechos de los consumidores.
Así, por ejemplo, la Constitución vigente en Ecuador, de 2008, reconoce como derechos colectivos los derechos ambientales, los propios de las comunidades indígenas que viven en el país y los de los consumidores. La Constitución reconoce a los pueblos indígenas derechos colectivos a su identidad cultural, propiedad, participación, educación bilingüe, medicina tradicional, entre otros. Estos derechos se extienden, en lo aplicable, a los pueblos negros o afroecuatorianos. La Constitución también reconoce a toda la población el derecho a un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado así como reparaciones e indemnizaciones para los consumidores afectados por productos o acciones lesivas sea de actores públicos o privados. En la misma línea, la Constitución de Bolivia, Ley Nº 1615, de 6 de febrero de 1995, la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, actualizada por reforma de 14 de agosto de 2001, la Constitución de Paraguay, de 20 de junio de 1992, etc.
Como explica el profesor Grijalva, los derechos de tercera generación, y por tanto también los derechos colectivos, sirven de complemento a los de las dos generaciones anteriores en cuanto se refieren a la creación de condiciones concretas para el ejercicio de estos últimos. Así, el derecho de tercera generación al desarrollo crea condiciones para ejercer efectivamente el derecho de segunda generación al trabajo. Asimismo, el derecho de tercera generación a un medio ambiente sano es una condición necesaria para ejercer derechos de primera generación como el derecho a la vida o a la integridad física.
Sin llegar a afirmar su carácter universal, este autor, como muchos otros partidarios de una postura comunitarista, distingue entre aquellos derechos colectivos de los que somos titulares todos los seres humanos, por tanto, universales, y aquellos otros que han de reconocerse únicamente a ciertos grupos o comunidades humanas, siendo entonces más o menos posible determinar quiénes pueden reclamarlos o son afectados por su violación. Así, los derechos de tercera generación al desarrollo o a la paz pertenecerían a aquella primera categoría universal, siendo derechos difusos «en cuanto su violación nos afecta a todos si bien no es posible determinar específicamente a quiénes. En contraste, los derechos colectivos tienden a referirse a grupos más específicos. Los derechos colectivos de los pueblos indígenas son propios de quienes los integran. Los derechos colectivos de los consumidores y a un medio ambiente sano pueden ser difusos, pero en cuanto sea determinable quienes son los afectados por una determinada violación de los mismos se ajustan mejor al concepto de derechos colectivos. Por supuesto esta determinación del grupo concreto afectado no siempre es fácil o posible.»
Siguiendo el razonamiento de este autor, compartido por una corriente doctrinal amplia, «los derechos colectivos son diversos pero no opuestos a los derechos humanos individuales. De hecho, los derechos colectivos incluyen derechos individuales en cuanto los grupos humanos que son sus titulares están formados por individuos y en cuanto crean condiciones para el ejercicio de derechos individuales. De este modo, por ejemplo, los derechos colectivos de los pueblos indígenas implican y protegen el derecho individual a la cultura de cada persona. El derecho colectivo a un medio ambiente sano ampara tanto la salud de la comunidad como la de cada uno de los individuos que la forman. Sin embargo, los derechos colectivos son indivisibles: son derechos del grupo y de todos y cada uno de sus miembros individuales, pero nunca de solo uno o algunos de ellos, con abstracción del grupo.
Bajo este planteamiento, los derechos colectivos complementan a los derechos individuales, si bien pueden entrar en colisión con éstos, toda vez que, no predicándose con carácter universal, pueden conculcar el principio de igualdad. Tal es el caso, por ejemplo, del conflicto entre el derecho de las comunidades indígenas a mantener sus propias formas de administración de justicia entre las cuales a veces se incluyen castigos físicos al infractor y el derecho individual de éste a su integridad física. En estos casos, numerosos autores niegan la admisibilidad de estas prácticas de la comunidad en cuanto atentan contra derechos humanos individuales cuyo fundamento se encuentra en la dignidad humana, de modo que los derechos colectivos nunca podrían amparar tales prácticas.
Siguiendo al Profesor Peces-Barba, la universalidad debe ser el punto de llegada de los derechos económicos, sociales y culturales y tiene estrecha relación con el principio de igualdad, es decir, que sólo se puede llegar a ella si partimos de la base de que las desigualdades existen y en tal virtud ameritan un tratamiento desigual a los desiguales, donde se proteja especialmente a quienes son dignos de protección por sus condiciones particulares, de manera que los derechos se conviertan en realmente universales.
En la misma línea, el profesor Prieto de Pedro afirma: «Los derechos culturales son y deben ser vistos como derechos de todos los grupos y seres humanos, independientemente del diferente grado de realización que unos y otros hayan logrado. De no dar este paso conceptual, es imposible que podamos hablar de los derechos culturales como derechos universales y considerarlos como un subsistema de los derechos fundamentales (dentro de los que se encuentran los derechos políticos, económicos sociales y culturales).
En los derechos culturales en tanto que derechos fundamentales, hay una clara doble dimensión, individual y colectiva, puesto que el individuo no es un átomo aislado de otros. De ser así, se marchitaría o desnaturalizaría. Por el contrario, su yo se construye a partir de la interacción con otros seres iguales. La sociabilidad es un presupuesto de la existencia humana; como decía el poeta Antonio Machado, «un corazón solitario no es un corazón».
Esta sociabilidad se desenvuelve en el seno de un abanico de opciones desde el punto de vista de los grupos. Por un lado, están los grupos esporádicos: aquéllos que se pueden formar en un partido de fútbol o en el teatro; luego están los grupos estables secundarios, representados por las asociaciones, los partidos políticos, la vecindad; y por último, se encuentran los grupos estables estructurales, legados del pasado, como la nación, el municipio o la comunidad étnica y cultural.
Estas realidades se tienen que afrontar con tratamientos diferenciados dentro de los derechos culturales. Es preciso comprender que los derechos colectivos no equivalen a la suma de los derechos individuales del grupo, tal como sostiene el liberalismo, sino que implican mucho más. Estos grupos son portadores de universos simbólicos del conjunto de sus miembros, y generan la identidad como repertorio de sentido compartido.
Estos valores colectivos se constituyen en bienes jurídicos que han de ser protegidos. Las garantías de protección de los derechos colectivos responden a garantías diferentes que, en unos casos, convierten la protección de los derechos colectivos en una parcela de la propia urbanización del Estado. Este proceso se realiza a través del sistema de autonomía personal -poco usadoo bien, el de autonomía territorial -el sistema más común-, que da lugar a las distintas formas de estados (federales, regionales o atípicos) que tienen ámbitos de autonomía territorial reconocidos en su seno, donde se ejercen poderes de autogobierno en régimen de autonomía en determinados grupos de población, significados precisamente por esa diferencia cultural.
Por otro lado, también está la garantía institucional. En este sentido, es ilustrativo citar el caso de la lengua. Cuando un grupo humano tiene una lengua propia en el seno de una población más amplia, hay una dimensión individual de ese derecho que da opción a los individuos a elegir su modo de expresarse, su lenguaje. Asimismo, la libertad colectiva en lo que refiere al uso de esa lengua no equivale a la suma de las libertades individuales de todos ciudadanos. Si no existe una acción del poder público que institucionalice la lengua del grupo como oficial, no será posible realizar el derecho colectivo.»
Desde esta visión, se hace necesario, pues, afirmar la universalidad de los derechos colectivos y avanzar en la necesaria y sólida articulación de sus dimensiones individual y colectiva, que podrían entrar en conflicto si el propio sistema de derechos colectivos no previese cómo dirimir la prevalencia de una u otra en cada caso.
«Una de las características definitorias de los modelos de derechos colectivos es que no se pueden reducir a derechos individuales, lo cual sitúa un panorama donde se pueden producir solapamientos, contradicciones y tensiones entre ambos niveles. Por tanto, deben articularse mecanismos de resolución de conflictos entre los derechos individuales y los derechos colectivos. Lo cual volvería a la consideración de los presupuestos filosóficos que se enfrentan si existe una primacía del individuo o una primacía del contexto comunitario en el que se inserta. (…)
Las teorías favorables a los derechos colectivos han querido reconstruir las relaciones entre derechos colectivos y derechos individuales de una forma armónica, huyendo de presentarlas como necesariamente conflictivas. Precisamente, se considera que los derechos colectivos son precondición para el ejercicio de los derechos individuales y, por tanto, no pueden ser contradictorios con éstos. La efectividad de los derechos individuales sólo se produce con la previa existencia y efectividad de los derechos colectivos.»
En esta línea, Escudero Alday sintetiza esta postura, al afirmar que «es precisamente la protección de los derechos individuales la que en último extremos exige la presencia de derechos de titularidad colectiva», subrayando que «la relación entre derechos de titularidad individual y la titularidad colectiva no ha de entenderse en términos excluyentes, ni tampoco como si se estuviera en presencia de una especie de ordenación jerárquica«.
Como criterio para resolver los casos de conflicto entre derechos individuales y derechos colectivos, la tesis social sólo considera legítima la protección de los grupos que fomentan las elecciones autónomas significativas, no aquéllos que utilizan las restricciones internas para fomentar la coherencia interna del grupo en menoscabo del individuo, haciendo uso de ideologías cerradas. Para la ideología liberal, de forma no desemejante, la dignidad humana del individuo operará siempre como límite.
Para concluir el presente capítulo, sirva como ejemplo la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el Caso Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador [Corte IDH, Caso Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador, Fondo y Reparaciones, Sentencia de 27 de junio de 2012, Serie C No. 245, párr. 217.], que consideró que «el derecho a la identidad cultural es un derecho fundamental y de naturaleza colectiva de las comunidades indígenas, que debe ser respetado en una sociedad multicultural, pluralista y democrática», de tal modo que los Estados están obligados a consultar debidamente a las comunidades asentadas en sus territorios sobre asuntos que incidan o puedan incidir en su vida cultural y social, de acuerdo con sus valores, usos, costumbres y formas de organización.
Derechos Culturales y Derechos Humanos
Una vez enunciados los que cabe considerar como derechos culturales, hemos de abordar su naturaleza: ¿Cabe afirmarlos como derechos humanos fundamentales? ¿Constituyen auténticos derechos subjetivos y gozan, por tanto, de la integridad de garantías que el ordenamiento jurídico —interno e internacional— provee para asegurar su ejercicio y su justiciabilidad, como en el caso de otros derechos humanos?
Como reiteradamente refiere el profesor Prieto de Pedro, el proceso histórico que dio lugar al reconocimiento de estos derechos arroja luz sobre estas cuestiones: primero se construyeron los derechos civiles y políticos; luego, los económicos y sociales; y, finalmente, los derechos culturales, últimos en merecer la consideración de derechos humanos.
Su tardío reconocimiento como derechos fundamentales y su incorporación en último lugar a los derechos fundamentales no fue casual. Aún hoy, los derechos culturales continúan siendo una categoría subdesarrollada de los derechos humanos.
«La dogmática de los derechos fundamentales en sentido estricto y de los derechos humanos en sentido lato nos permiten diferenciar, como paradigmáticamente lo hacen los Pactos de Naciones Unidas de 1966, los derechos de la «primera generación », en especial los derechos civiles, de los derechos de la «segunda generación» (derechos económicos, sociales y culturales) por su origen histórico-político (y raíces ideológicas), modelo de Estado (Estado Liberal-Estado Social), relaciones economía-sociedad civil y, en cuanto a los derechos mismos, por su sujeto individual-colectivo (titulares y condiciones de ejercicio), estructura lógica (derechos de negación-derechos de prestación) y objeto: las obligaciones negativas y positivas que los definen (Estado sujeto de la lesión de derechos, Estado que confiere tutela reintegradora del derecho, reparadora de los sujetos u otra idónea y Estado obligado a prestar satisfactores sociales a los carenciados concebidos como colectivos de individuos). Con todo, esta diferenciación basada en factores tales como: origen histórico, modelo de Estado, naturaleza, estructura lógica y objeto-sujetos de obligaciones negativas y positivas, es tipológica y formalista y, al igual que la noción de las «generaciones de derechos», fuente de demasiadas simplificaciones, por lo que su uso dogmático debe hacerse con el debido cuidado y reconociendo los importantes matices que un análisis dogmático impone de suyo.»
En todo caso, siguiendo al profesor Prieto de Pedro, «No es de extrañar que autores de reconocida trayectoria como Symonides titulara un trabajo reciente con el título de: «Los derechos culturales, una categoría descuidada de los derechos humanos»; o que el grupo de Friburgo, encargado de elaborar una convención sobre derechos culturales para elevar a la UNESCO, titulara su trabajo: «Los derechos culturales, una categoría subdesarrollada de los derechos humanos».
En la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) se afirma que no puede realizarse el ideal del ser humano libre y liberado del temor y la miseria a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona disfrutar de sus derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales.
Asimismo, en la Conferencia Mundial de Derechos, en la Declaración y el Programa de Acción de Viena aprobados en 1993, se reafirmó que todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí, y que la comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso.
Conforme a la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (Viena, 1998), «el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, debe interpretarse de buena fe, teniendo en cuenta el objetivo y propósito, el sentido ordinario, el trabajo preparatorio y la práctica pertinente».
Aunque la plena efectividad de estos derechos reconocidos en el Pacto, según algunos, se logra progresivamente, «la aplicación de algunos de estos derechos puede hacerse justiciable de inmediato, mientras otros derechos pueden hacerse justiciables con el paso del tiempo«.
Así, si bien es cierto que los derechos Civiles y Políticos han merecido mayor consideración por la comunidad internacional, hasta el punto de considerar a menudo que los DESCs son derechos de segunda clase, inaplicables, no sometidos a los tribunales ya que sólo se pueden hacer efectivos «en forma progresiva», durante un tiempo que no se determina con precisión, tal afirmación es un error, ya que en modo alguno los DESCs son menos relevantes que los derechos civiles y políticos, y hoy día son objeto de una consideración preferente.
Apelando a la Resolución 32/130, de 17 de diciembre de 1977, de la Asamblea General de las Naciones Unidas:
a) Todos los derechos humanos y libertades fundamentales son indivisibles e interdependientes: deberá prestarse la misma atención y urgente consideración a la aplicación, la promoción y la protección tanto de los derechos civiles y políticos como de los derechos económicos, sociales y culturales;
b) La plena realización de los derechos civiles y políticos sin el goce de los derechos económicos, sociales y culturales resulta imposible: la consecución de un progreso duradero en la aplicación de los derechos humanos depende de unas buenas y eficaces políticas nacionales e internacionales de desarrollo económico y social, como se reconoce en la Proclamación de Teherán de 1968.
Como afirmó la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de 1993, conforme a la Declaración Universal de Derechos Humanos, «la indivisibilidad e interdependencia de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos, sociales y culturales son principios fundamentales de la legislación internacional de derechos humanos«.
Así pues, lo que debe plantearse, no es sólo si los DESCs son derechos humanos básicos, sino a qué dan derecho y qué carácter jurídico tienen las obligaciones de los Estados de hacerlos efectivos.
En resumen, los DESCs tienen por objeto asegurar la protección plena de las personas, partiendo de la base de que éstas pueden gozar de derechos, libertades y justicia social, simultáneamente.
Como explica el profesor Prieto de Pedro, ««derechos» significa poderes reconocidos por el ordenamiento jurídico y garantizados jurisdiccionalmente y por otros medios de tutela, para la satisfacción de intereses que merecen la defensa y la protección del Estado. En el caso de los derechos culturales, no estamos ante derechos comunes, subjetivos y siempre generales. Por el contrario, hacemos referencia a unos derechos singulares y fundamentales, poderes jurídicos superiores, especialmente protegidos por un sistema de garantías que no disfrutan los derechos subjetivos ordinarios y definidos como derechos humanos.
Entre esas garantías encontramos las constitucionales, frente a la reforma de los textos y en la interpretación del propio texto constitucional«, que queda reservada a la jurisdicción del Tribunal Constitucional.
Asimismo, los derechos fundamentales gozan de una serie de garantías jurisdiccionales exorbitantes de la protección que el ordenamiento jurídico dispensa a los derechos que no tienen esta consideración: son susceptibles de amparo constitucional —que se sustancia en procedimientos sumarios, privilegiados y urgentes— y se afirman como valores y fines primarios del Estado, que deben orientar la actuación de todos los poderes públicos. Igualmente, la figura del Defensor del Pueblo, configurado como Alto Comisionado de las Cortes Generales encargado de defender los derechos fundamentales y las libertades públicas de los ciudadanos mediante la supervisión de la actividad de las administraciones públicas, constituye otra garantía que sólo opera en relación con estos derechos y su posible lesión por los poderes públicos.
Cualquier ciudadano puede acudir al Defensor del Pueblo y solicitar su intervención, que es gratuita, para que investigue cualquier actuación de la Administración pública o sus agentes, presuntamente irregular. También puede intervenir de oficio en casos que lleguen a su conocimiento, aunque no se haya presentado queja sobre ellos.
Un poco de Historia
Como hemos visto, el contexto histórico en que ha tenido lugar el paulatino reconocimiento en el orden internacional de las sucesivas generaciones de derechos explica los motivos que llevaron a su proclamación, su concepción y posterior desarrollo: la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 tuvo lugar tras la Segunda Guerra Mundial y la creación de las Naciones Unidas, a resultas del compromiso de la comunidad internacional para no permitir nunca más atrocidades como las sucedidas en ese conflicto.
Ante las terribles violaciones de los derechos fundamentales que se dieron en las dos guerras mundiales, llegó la afirmación de estos derechos como objeto de protección internacional. En muy poco tiempo, la propia comunidad internacional comprendió que, para lograr la plena efectividad de los derechos civiles y políticos era necesario garantizar a los ciudadanos una vida digna, mediante el reconocimiento y promoción de los derechos económicos, sociales y culturales.
«Sin embargo las dos categorías de derechos se enunciaron y, desde entonces, se han mantenido como categorías independientes, conservando los derechos civiles y políticos su posición de privilegio, como si del respeto y la efectividad de éstos dimanase como consecuencia ineluctable la eficacia de los otros.
Igualmente, la construcción jurídica en que se asentaron ambas categorías de derechos reposa sobre fundamentos distintos: los derechos civiles y políticos implicaban un deber de abstención del Estado y eran de aplicación inmediata, mientras que los derechos económicos, sociales y culturales implicaban una participación activa del Estado y se concibieron como de aplicación progresiva.
Parece claro que aquella primera diferencia, explicable en un contexto liberal que propugnaba la menor intervención del Estado en los asuntos públicos, no resulta ya defendible, toda vez que ambas categorías de derechos requieren de los Estados, para su efectividad, la adopción de medidas positivas —ya sean normativas o políticas activas— que no impidan y, más allá, hagan posible el libre ejercicio de los derechos.
Por otro lado, la afirmación de los derechos económicos, sociales y culturales como derechos no completos en sí mismos, ni constitutivos de auténticas facultades que asistan inmediatamente a los ciudadanos, sino como derechos programáticos, no subjetivos, que han de inspirar la acción de los poderes públicos en su actividad normativa y en la adopción de políticas públicas debilita enormemente su eficacia, si bien no su condición de derechos fundamentales. Con todo, tampoco parece aceptable la teoría que sostiene que, mientras las libertades se hallan plenamente positivizadas en la constitución, esto es, formuladas y amparadas como derechos de inmediata aplicación, los derechos sociales (entre los que se encuentran los derechos culturales, junto con los económicos) tan sólo pueden ser recogidos «programáticamente, pero no adquirirán carácter jurídico-positivo hasta no ser desarrollados por vía legislativa, pues el derecho constitucional comparado ofrece numerosas muestras de derechos sociales cuya actuación no exige [para su inmediata exigibilidad] la integración legislativa. Así, por ejemplo, en Italia el derecho a un salario equitativo ha sido generalmente considerado por la jurisprudencia como fundado de forma inmediata en el artículo 36 de la Constitución, en tanto que los derechos de libertad necesitan también, en muchas ocasiones, de la intervención del legislador para poder ser directamente exigibles y, en consecuencia, para poseer garantía plena«.
La inclusión de los derechos económicos, sociales y culturales en los textos constitucionales no ha traído consigo, en todo caso, el establecimiento de mecanismos jurídicos efectivos para su realización material.
«El Estado de derecho supone la limitación del poder del Estado por el mismo derecho, el control de los poderes estatales, la protección y defensa de los derechos o libertades fundamentales, todo ello orientado a la protección de los individuos frente a la arbitrariedad de la administración«.
Los Estados liberales consagraron un principio de igualdad, entendida ésta como igualdad legal, meramente formal, de los ciudadanos ante la ley. Fue éste el concepto rebatido por los Estados sociales al consagrar jurídicamente la igualdad, pero no sólo desde la legalidad, sino también desde su aspecto material. Más allá, la afirmación de un Estado Social y democrático implica que «los poderes públicos asumen la responsabilidad de proporcionar a la generalidad de los ciudadanos las prestaciones y servicios públicos adecuados para subvenir sus necesidades vitales, es decir, vela por lo que la doctrina germana ha calificado de cura existencial (Daseinvorsorge)«.
Siguiendo las reflexiones del profesor Gregorio Peces-Barba, los derechos económicos, sociales y culturales «son derechos fundamentales por la finalidad última que se proponen, y no por la forma en que se despliegan en la realidad«.
En relación con cuanto antecede, y respecto a la diferente tutela reconocida, por un lado, a los derechos civiles y políticos, y a los derechos económicos, sociales y culturales, por otro, se ha mantenido que «mientras los derechos de libertad se benefician de la tutela constitucional directamente, los derechos sociales no pueden ser objeto inmediato de tal tutela, afirmación ésta que, como hemos visto, no es necesariamente cierta ni ineluctable pues queda el órgano jurisdiccional que tenga atribuida la garantía de los derechos fundamentales considerar que su formulación en el texto constitucional es título bastante para fundar su tutela judicial y justificar la declaración de toda disposición que los desconozca o vulnere como inconstitucional.
Más allá, los derechos culturales, delimitados por el adjetivo «cultural» se enfrentan, en primer término, a las diversas acepciones de cultura, que condicionan su alcance: así, una se restringe a los pueblos minoritarios y otra, que implica que son derechos que afectan a todos los ciudadanos. Distinción ésta de enorme trascendencia, toda vez que «el carácter de la universalidad se postula como condición deontológica de los derechos humanos, pero no de los derechos fundamentales«.
Siguiendo la exposición del profesor Prieto, «Las primeras normas jurídicas en el ámbito internacional provienen del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, en el que se recogen en su sentido amplio y abierto. Sin embargo, el desarrollo inmediato que han experimentado estos derechos los han limitado a los grupos minoritarios que reivindican una situación de debilidad frente al grupo mayoritario. Este es uno de los grandes errores con los que nos enfrentamos en este momento. Un callejón sin salida por haber aceptado una propuesta que sitúa a los derechos culturales como una reivindicación de las minorías frente a las mayorías cuando los derechos culturales forman parte del patrimonio de todos los seres humanos.
Por este motivo, —continúa el profesor— propongo entender los derechos culturales como aquellos derechos que garantizan el desarrollo libre, igualitario y fraterno de los seres humanos en esa capacidad singular que tenemos de poder simbolizar y crear sentidos de vida que podemos comunicar a otros.«
En cuanto al proceso histórico de reconocimiento y positivación de los derechos humanos, el mismo autor refiere cómo «la evolución de la formulación de los derechos humanos se ha caracterizado por una cadena ininterrumpida de construcción de derechos. Desde las constituciones de principios del siglo xix hasta hoy, se han reconocido tres generaciones de derechos fundamentales: la primera generación, constituida por los derechos fundamentales de libertad; la segunda, por los derechos de igualdad; y la tercera, por los derechos fundamentales de solidaridad. Todos ellos se relacionan con el tema central de la revolución francesa: «liberté, égalité et fraternité».
Los derechos fundamentales de libertad se vinculan con la autonomía del individuo. Libertad significa autonomía porque crea ámbitos de resistencia en los que el poder público no puede entrar. El individuo ve reconocida una esfera de inmunidad para ejercer su libertad sin intromisión del poder. Es el caso de la libertad de expresión, de asociación, de conciencia o de culto.
Los derechos de la segunda generación son los derechos económicos, sociales y culturales. A diferencia de los anteriores, aquí no se trata de que el poder público se mantenga al margen y respete ese círculo de poder que el derecho otorga al individuo; ocurre, precisamente, todo lo contrario: el poder debe comprometerse con el desarrollo de la igualdad de los individuos, ofreciendo servicios y prestaciones. Estos son los derechos a la educación, a la salud y a la cultura, que toman cuerpo a través de la prestación de servicios culturales y de la institucionalidad de la cultura.»
El profesor Prieto refiere cómo Eleanor Roosevelt, que presidió la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas durante la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, expresó brillantemente la estrecha vinculación que hace interdependientes los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales, cuando afirmó: «Un hombre necesitado, no es un hombre libre«.
En la tercera generación, aparecen los derechos de solidaridad, que protegen intereses difusos, como el medio ambiente, los derechos de los consumidores, el derecho a la paz y, por otro, los derechos de grupo, donde se sitúan los derechos de identidad.
«A pesar de que sólo la segunda categoría hace referencia explícita a los derechos culturales, esta clasificación hace evidente su complejidad, pues en cada una de las categorías encontramos elementos de ellos. Por ejemplo, en la primera incluimos la libertad de creación cultural, la libertad artística, la libertad científica, la comunicación cultural, la libertad de comunicación de las expresiones creadas en la cultura, etcétera. El llamado derecho de acceso a la cultura es un derecho típico de la segunda generación, porque para acceder a la cultura hacen falta prestaciones relacionadas con los grandes servicios públicos (los museos, archivos y bibliotecas son instrumentos de realización del derecho de prestación de acceso a la cultura). Asimismo, en la tercera generación se presentan, bajo la forma de derecho al patrimonio cultural, el derecho a la conservación de la memoria cultural y los derechos al desarrollo de la propia identidad de los grupos étnicos y de los grupos culturales diferenciados.»n sanción a menudo como dimensión necesaria para una plena y eficaz protección de los derechos civiles y políticos.
Por su parte, la Comisión Internacional de Juristas (CIJ) (icj.org) ha reconocido constantemente que «los derechos económicos, sociales y culturales (DESC) deben ser considerados con la misma seriedad con la que se tratan los derechos civiles y políticos. Los DESC han formado parte del lenguaje de los derechos humanos internacionales al menos desde la adopción de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (DUDH) en 1948. Sin embargo, en comparación con los derechos civiles y políticos, se ha prestado considerablemente menos atención a la necesidad de desarrollar el contenido de los DESC y se han propiciado menos mecani
Del mismo modo, como ya hemos visto, los derechos culturales encuentrasmos de protección para hacerlos efectivos.
En su segundo Informe sobre Los Tribunales y la exigibilidad legal de los derechos económicos, sociales y culturales, afirma que «estos vacíos en el sistema internacional de derechos humanos se generan por razones políticas y no jurídicas.
En gran medida, estas diferencias se deben a la importancia dada por los países occidentales a los derechos civiles y políticos en el contexto de la división causada por la guerra fría. En consecuencia, la noción de justiciabilidad de los DESC ha sido descuidada y largamente ignorada. El término «justiciabilidad» significa que las víctimas de violaciones de estos derechos tienen la posibilidad de acudir ante un órgano imparcial e independiente, para solicitar una reparación adecuada si se prueba que ha ocurrido una violación, o que es probable que haya ocurrido, y para obtener la reparación exigida.«
Si se quieren considerar en un pie de igualdad los derechos civiles y políticos y los DESC, es crucial cerrar la brecha entre la justiciabilidad de ambos tipos de derechos. Con este fin, el Estudio citado ilustra con numerosos ejemplos que los DESC son susceptibles de protección judicial, como ya demuestra, en diversa medida, la práctica de muchos tribunales del mundo.