1.3 Políticas Culturales
por Luis Ben Andrés
Los Estados, los gobiernos nunca han renunciado a intervenir en el sector de la cultura, numerosos precedentes históricos así lo acreditan. En los últimos años se han desarrollado diversos modelos de políticas culturales públicas que han tratado, con mejor o peor fortuna, de incentivar la vida cultural de las sociedades contemporáneas.
1. Concepto de políticas culturales
Hay un largo camino
que no empieza y ya es término
y un horizonte que jamás se acerca.
José Ángel Valente
Como ya avanzamos antes, en el epígrafe 2.1 Políticas Públicas y Cultura, la intervención del Estado en determinados ámbitos de la vida de las personas y los ciudadanos se justifica en función de criterios de eficiencia, equidad o estabilidad, o en ocasiones en una combinación de los mismos (Samuelson, 1988). Si esto es válido, o más o menos aceptado, para la economía, las infraestructuras, la sanidad, la industria o la educación, cabe preguntarse ¿es la misma situación la de la cultura? La respuesta que obtengamos siempre estará condicionada por la posición ideológica de quien la haga. No obstante existe un consenso en que desde los Estados, en sus diferentes niveles, siempre hay algún tipo de política respecto a la cultura. Un neoliberal la reducirá al mínimo y la dejará en manos de las reglas del mercado en la confianza de que éste regulará la actividad cultural dotándola de libertad y de eficacia económica. Por otro lado, la socialdemocracia será partidaria de una intervención más directa y mayor en el ámbito de la cultura en la confianza de que así se producirá mayor equidad, un mejor e igualitario acceso a los bienes y productos culturales por parte de la población, confiará en redistribuir bienes y servicios culturales al igual que trata de hacerlo con otros aspectos de la vida social y política de un país. Pero aunque pueda parecer que en principio no hay diferencias esenciales entre las políticas culturales y el resto de las políticas públicas, existen elementos que las hacen al menos peculiares. Su más tardía consolidación o aparición en escena, sus contenidos a veces tan difusos, a veces tan volubles que afectan a procesos y/o elementos esenciales de la vida social e individual de las personas, entre otras causas, hacen que las políticas culturales posean un cierto hecho diferencial de las restantes políticas de los gobiernos y los estados.
Una de las primeras aproximaciones que se realizan en España a la conceptualización de la política cultural, la efectúa el profesor Vidal-Beneyto en el año 1981. Es en esa fecha cuando publica en la Revista Española de Investigaciones Sociológicas un artículo denominado Hacia una fundamentación teórica de la política cultural (Vidal Beneyto, 1981). En un breve texto, no más de una docena de páginas, Vidal-Beneyto plantea algunos de los conceptos esenciales en torno a las políticas culturales. Pese al tiempo transcurrido, la aproximación conceptual que realiza sorprende por la vigencia en un alto porcentaje de los planteamientos que expone. Vidal-Beneyto se acerca al concepto de política cultural desde un sentido de lo político como lo social y lo comunitario, sin identificarlo exclusivamente con lo estatal o gubernamental, en este sentido afirma que la política cultural podríamos definirla como el conjunto de medios movilizados y de acciones orientadas a la consecución de fines, determinados éstos y ejercidas aquéllas por las instancias de la comunidad —personas, grupos e instituciones— que por su posición dominante tienen una capacidad de intervención en la vida cultural de la misma. Una definición en la que encontramos muchos de los elementos que definen a la política: Objetivos, acciones para alcanzarlos, promotores de ambos y capacidad para plantear y ejecutar en el ámbito deseado (cultural en este caso).
Resulta igualmente interesante el recorrido que realiza por las diversas tipologías de política cultural hasta ese momento histórico. Una clasificación que podemos calificar como clásica y ya abundantemente citada por diferentes autores. Esencialmente distingue tres tipos de política cultural en función de los fines que persigue y conforme a tres paradigmas bien diferenciados:
- – Políticas culturales fundamentadas en el paradigma del mecenazgo. Caracterizado por la ayuda a la creación artística y cultural, propia del ámbito que, habitualmente, se designa como cultura cultivada o alta cultura. Advierte nuestro autor que pese a su apariencia de desinterés, el mecenazgo busca hacer coincidir la orientación de la creación artística/cultural con los intereses del mecenas, normalmente un poderoso (iglesias, monarquías, Estado, burguesía, etc.)
- – Políticas culturales fundamentadas en el paradigma de la democratización de la cultura. Vertebrado en la dimensión de lo democrático, con una doble vertiente: primero democratizar la decisión cultural en el sentido de que sea el demos quien, a través de sus representantes, decida qué cultura hacer, para quién, con qué medios y en qué sectores esencialmente. La segunda vertiente tiene que ver con el hecho de tratar que la cultura hasta entonces entendida como un privilegio de minorías se convierta en bien común de la colectividad, de facilitar a todos el acceso a las creaciones artísticas y estéticas, de «popularizar» al máximo la cultura en sentido tradicional —Bellas Artes, Humanidades, etc.— La base ideológica de este paradigma es la de la democracias triunfantes en la Segunda Guerra mundial frente a los fascismos totalitarios.
- – Políticas culturales fundamentadas en el paradigma de la democracia cultural. Resultado, según el autor, de una parte por cierto cansancio del bienestar de las sociedades occidentales, de los escasos éxitos de las políticas de democratización de la cultura y, por último, de iniciativas de organismos como UNESCO o el Consejo de Europa. La democracia cultural en sus contenidos apunta más a la actividad que a las obras, más a la participación en el proceso que al consumo de sus productos (…) reivindica las culturas múltiples de todos los grupos, de todos los países, de todas las comunidades, etc. Es un paradigma ligado al desarrollo social y comunitario.
Advierte el autor que aunque estos paradigmas tienen un origen histórico secuencial, este hecho no significa que no convivan actualmente y no se encuentren en muchos casos solapados en gobiernos e instituciones.
El concepto de base de estos paradigmas difiere sustancialmente entre los dos primeros y el tercero. Mientras que el mecenazgo y la democratización de la cultura remiten a la cultura entendida esencialmente como arte y estética, la democracia cultural nos dirige a la perspectiva socioantropológica de la cultura como forma de vida.
Para acabar con la propuesta del profesor Vidal-Beneyto destacaremos cuatro ideas importantes de su texto, entre las muchas que recoge. En primer lugar se destaca que no solo el Estado, sea el nivel de éste que sea, es protagonista de las políticas culturales. De hecho señala al menos otros agentes importantes de las mismas como lo que llamamos sector privado y que incluye lo que hoy denominamos genéricamente como industrias culturales y que contendrían desde las grandes multinacionales al tejido empresarial más artesanal, a las Fundaciones y, muy importante en su opinión, un sector semi-público que se presenta, con frecuencia, con vocación de «servicio público» y en el que hoy incluiríamos sin duda a las ONG y al movimiento asociativo amateur y de base. En segundo lugar se refiere a las carencias instrumentales de las políticas culturales en esos momentos y que tratan de cubrir acudiendo a categorías provenientes sobre todo de la economía, la sociología y la psicología social. Concretamente cita conceptos como demanda cultural, planificación cultural, innovación cultural, acción cultural o derecho a la cultura entre otros. Sin duda un déficit tanto de la política como de la gestión cultural que se ha venido arrastrando desde entonces y que para muchos aún no ha sido totalmente corregido. En tercer lugar algo que hoy en día podría parecernos una obviedad pero que en aquellos momentos era preciso dejar claro, en negro sobre blanco, y que es la coexistencia de tres campos o ámbitos culturales distintos. Señala Vidal-Beneyto que se trata de:
- 1.La cultura popular, ya sea local, comunitaria o de base en palabras del autor.
- 2.La cultura de masas producida y difundida por las industrias culturales, esencialmente por las grandes multinacionales que monopolizan contenidos y canales de distribución de los productos culturales de edición masiva.
- 3.La cultura cultivada, que normalmente se califica como alta cultura o cultura de élite. Para él la artística, intelectual, estética, urbana, euroatlántica y eurooriental.
Otro aspecto importante del artículo es indicarnos la necesidad de disponer de un marco teórico con categorías bien definidas para poder elaborar políticas culturales fundamentadas. Señala a Identidad y Patrimonio como las que considera más fecundas de su momento siempre que se apoyen en dinámicas de comunicación/participación y en la creatividad.
Esta primera aproximación del profesor Vidal-Beneyto tuvo la relevancia de aclarar aspectos muy importantes de eso que damos en llamar política cultural y centró la reflexión en puntos esenciales como son los modelos, los procesos, los agentes y los fines de la misma. Una reflexión más reciente es la realizada por Alfons Martinell y Taína López en el año 2008 y que se basa en la construcción de un mapa conceptual sobre los conceptos claves de las políticas culturales y la gestión cultural (Martinell, 2008). La originalidad del método es que nos permite aproximarnos al concepto de políticas culturales a partir primero de la práctica profesional de la gestión cultural, como reconocen los autores de forma intencionada, y que además nos ofrece un mapa de todos los elementos y relaciones de las mismas. A partir de la construcción de una base de datos de conceptos, definiciones y vocabulario del sector profesional se elaboran sendos tesauros alfabético y temático. El segundo paso es agrupar y clasificar todos estos conceptos en campos semánticos. De todos los campos semánticos trabajados (Políticas, agentes, gestión, Información, formación e investigación y, por último, la propia cultura) nos interesa el referido a las políticas culturales dentro de este interesante trabajo. El organum, como denominan los autores al trabajo que concreta la construcción conceptual realizada, se agrupa en Dominios Generales (DG) que a su vez incluyen diversos Temas Generales (TG) que hacen referencia a lo que llaman Temas Específicos (TE) desglosados en tres niveles (1, 2 y 3) en función de su relación más o menos directa con el Tema General de referencia. La plasmación gráfica del organum en lo referido a las políticas culturales es la siguiente:
Fuente: MARTINELL, Alfons y LÓPEZ, Taína. Políticas culturales y gestión cultural. Organum sobre conceptos clave de la práctica profesional.
Pero veamos en concreto la aplicación a la política cultural que es el asunto que nos interesa.
Para los autores el Domino General de las Políticas Culturales incluye nueve Temas Generales que lo acotan conceptualmente:
- 1.Políticas culturales internacionales.
- 2.Políticas culturales nacionales.
- 3.Políticas culturales regionales.
- 4.Políticas culturales locales.
- 5.Políticas culturales sectoriales.
- 6.Gestión de políticas culturales.
- 7.Estrategias de las políticas culturales.
- 8.Fundamentación de las políticas culturales, y
- 9.Marcos institucionales.
Obviamente cada Tema General incluye un listado de Temas Específicos. Lo interesante de este trabajo es que nos permite un acercamiento al propio concepto de política cultural a través de los tesauros y listados, acotarlo a partir del desglose de sus relaciones. Así podemos afirmar que, y es una interpretación propia, la política cultural se define por:
-
- – La existencia de diferentes niveles de aplicación o competencia territorial: Internacionales, nacionales, regionales y locales.
- – La existencia de sectores en el ámbito de la cultura que promueven la necesidad de políticas sectoriales. Aquí se indican dentro, como Temas Específicos, políticas de patrimonio, edición, comunicación, artes escénicas y espectáculo, lectura pública, artes visuales, culturas populares, etc.
- – Las políticas culturales precisan de estrategias propias para su implementación y búsqueda de resultados. Los autores señalan algunas como son formación, producción, fomento, planes de desarrollo, difusión o comunicación entre otras.
- – Igualmente, las políticas culturales precisan estar fundamentadas. Las principales bases de fundamentación señaladas en la obra son los modelos de estado y las bases constitucionales, diagnósticos y estudios, estados de opinión, derechos culturales y valores o declaraciones y convenciones internacionales por destacar algunas.
- – Por último, señalar que la gestión de las propias políticas es un elemento que las concreta y acota. Señalan Martinell y López en este ámbito a los planes estratégicos, las estructuras organizativas, los modelos de gestión, la función de los agentes culturales o los ciclos de las políticas entre otros aspectos.
Como resumen podemos afirmar que el organum conceptual que elaboran resulta un instrumento muy interesante para acercarnos a las políticas culturales ya que tiene la capacidad de mostrarnos una cantidad importante de aspectos, ámbitos, herramientas y conceptos que se precisan para centrar y comprender el concepto mismo de política cultural y su complejidad. Con toda probabilidad han abierto camino con este trabajo en ese sentido.
Otro camino para acercarnos a la política cultural, o a las políticas culturales como gustan en llamar numerosos autores y profesionales, es el de la lexicografía entendida como técnica de construir diccionarios. Curiosamente en este ámbito disponemos de tres obras diferentes con las que realizar un ejercicio de comparación para acercarnos al concepto de política cultural. Dos más recientes y otra con más años.
La primera obra corresponde al brasileño Teixeira Coelho (2009) editor, novelista, catedrático de la universidad de Sao Paulo, fundador y coordinador del Observatorio de Políticas Culturales y director del Museo de Arte Contemporáneo de Sao Paulo entre otras experiencias profesionales y académicas. En segundo lugar trabajaremos con la obra de Pedro A. Vives (2007), un glosario crítico de gestión cultural del año 2007. Pedro A. Vives es historiador, consultor autónomo, docente universitario, responsable de instituciones y programas culturales iberoamericanos y autor de numerosas obras. El tercer texto, el más antiguo en el tiempo, obra de Héctor Santcovsky (1995), y fue editado por el Centro de Documentación e Información Cultural de la Diputación de Cádiz siendo traducción del catalán de la obra editada anteriormente por el IMAE (Institut Municipal d’Animació i Esplai) del Ayuntamiento de Barcelona y se trata de un Léxico sobre acción cultural. La extensión y complejidad de las definiciones que ofrecen los autores es diversa lo que dificulta la posible aproximación al concepto que pretendemos. Por esta causa se ha procedido a elaborar un cuadro resumen de los cuatro elementos principales, a nuestro entender, que pueden darnos idea del concepto que manejan. Esos elementos son:
- – Objetivos que pretende una política cultural.
- – Medios que utiliza para su puesta en marcha.
- – Ámbitos que comprende o puede incluir una política cultural.
- – Agentes protagonistas de la política cultural.
El cuadro resultante es el siguiente:
Fuente: Elaboración propia a partir de los textos de los autores.
Antes de continuar conviene aclarar que no es un intento de comparación para destacar o resaltar ninguna de las aportaciones sobre las otras. Lo que se pretende es un ejercicio de búsqueda de aquellos elementos que nos acerquen al concepto de política cultural a partir de las aportaciones de tres investigadores que han reflexionado sobre el concepto de una manera crítica, como señalan incluso dos de ellos en los títulos de sus textos. La lectura de sus aportaciones, resumida en el cuadro anterior, nos permite sacar algunas conclusiones:
- – Se da un protagonismo esencial a los agentes públicos o gubernamentales. El Estado en todos sus niveles (nacional, regional y local) y formas institucionales es un agente esencial. Ya sea por tradición histórica, ya sea por convicciones o estrategias, lo público es para los autores el motor de las políticas culturales. No obstante se reconoce el papel de lo no-público, concepto que englobaría tanto al sector privado de corte empresarial como a comunidades, asociaciones u organizaciones sin carácter lucrativo pero que se implican el campo de la cultura.
- – Los ámbitos propios de las políticas culturales representan un campo ambiguo y difícil de delimitar. Desde la definición más antigua a las dos más recientes se observa cómo los autores señalan una ampliación de los ámbitos que debe abarcar la política cultural. Se trata de un problema del sector no resuelto y que los autores recientes, Vives y Coelho, tratan con profundidad considerándolo uno de los retos del sector.
- – En lo referente a los medios que las políticas necesitan, disponen y precisan para su aplicación no encontramos ninguno que se diferencie de los que utilizan otras áreas de las políticas públicas, o sectores no-públicos, en la implementación de las mismas: Recursos (materiales y humanos) capacidad normativa, intervención directa y la Planificación Estratégica. Se trata sin duda de un síntoma de normalidad con respecto a los demás ámbitos políticos.
- – En lo referido a los objetivos de las políticas culturales encontramos una coincidencia entre Santcovsky y Coelho en el sentido de que deben estar dirigidas a la satisfacción de las necesidades culturales de la población, un objetivo que podría equipararse al de otras políticas públicas, pensemos en la sanidad o la enseñanza, que cimientan el Estado del Bienestar. Subyace en esta posición la ambición de ser consideradas como un nuevo pilar de esta forma de sociedad política. En esta caso es Vives quien introduce un elemento a mi entender novedoso, al equiparar la cultura con el conocimiento y envolverlo con el derecho a la libertad de elección. Igualmente lo amplia en el sentido de considerar que las políticas culturales deben esforzarse por situar al conocimiento en el centro del espacio público.
De todo lo arriba expuesto, de los diversos acercamientos al concepto de políticas culturales, podemos extraer un conjunto de elementos que concretan, o al menos acotan, a las mismas. En este sentido las políticas culturales se componen por:
- 1.La existencia de agentes que las impulsan, promueven, diseñan y difunden. Estos agentes, legitimados para tales funciones, pueden ser públicos (estatales, regionales o locales), privados (mundo empresarial) o tercer sector (organizaciones no lucrativas, comunitarias o de base).
- 2.Las políticas culturales responde a unos contenidos concretos que las caracterizan como tales. Éste es uno de los nudos más problemáticos de las mismas ya que hemos asistido a una expansión de los contenidos que va desde las Artes en su sentido más tradicional e histórico a concepciones más o menos antropológicas o a otras que incluyen contenidos de ocio. Igualmente en este apartado nos encontramos también con la tensión entre cultura popular, cultura de masa y cultura cultivada, un hecho que afecta directamente a los contenidos de las políticas culturales.
- 3.Las políticas culturales persiguen unos objetivos o fines concretos. Se trata de algo consustancial a toda política, sea del ámbito que sea. Lo que no tiene fines concretos y medibles puede ser llamado de muchas maneras pero no como política.
- 4. Para la consecución de los objetivos las políticas se enfocan mediante estrategias concretas. Las políticas culturales comparten estrategias con otras políticas públicas o no públicas a la vez que poseen algunas de ellas que se consideran como propias.
- 5.Las políticas culturales precisan de medios o recursos para alcanzar los objetivos mediante las estrategias definidas en los ámbitos que concreten a partir de las decisiones que toman los agentes legitimados para ello. Al igual que cualquier otra política la cultura sigue unos esquemas y unas pautas en este tema de los recursos, así se habla de recursos humanos, financieros, económicos, infraestructuras, etc.
- 6.Las políticas culturales representan opciones y diferencias. No todas las políticas son iguales ni persiguen los mismos fines, los agentes promotores han de tomar decisiones que implican caminos muy diferentes en numerosas ocasiones. Incluso la no-política, no hacer nada en el ámbito de la cultura, es una opción de política cultural. En este último sentido nos remitimos a Vives (1992) que sostiene que la política cultural implica un flujo de la filosofía, los principios y las ideas políticas concretas sobre la sociedad: una cultura política implícita. Según esto, no sería riguroso afirmar que la ausencia de estrategia cultural denota una carencia de cultura política, pero sí que la voluntad de contar con aquella es un síntoma inequívoco de madurez de la última.
Estos seis elementos nos centran en el qué son las políticas culturales, pero necesitamos conocer otros elementos y aspectos para su mejor compresión.
2. Fundamentos y legitimación de las políticas culturales
Las ciencias sociales, la sociología en concreto, como indica Rodríguez Morató (2012), realizan una oposición entre organizaciones que funcionan con tecnología definidas y se someten a controles en sus outputs a las que denominan organizaciones basadas en la eficiencia y, por el contrario, se encuentran las organizaciones cuyos objetivos y procedimientos son mas difusos y carecen de controles y a las que denominan organizaciones basadas en la legitimidad. Para el autor las administraciones e instituciones culturales, que canalizan la política cultural, se sitúan claramente del lado de las segundas… la política cultural dependería más de su adecuación a reglas institucionales, mitos legitimados y demandas ceremoniales, que de ningún tipo de output evaluable.
Es en este segundo marco de la legitimidad en el que se mueven las políticas culturales, incluso podríamos afirmar que las propias industrias culturales, con independencia de sus objetivos económicos, se encuentran fuertemente legitimadas por demandas simbólicas y mitos legitimados basados en los valores de lo cultural. En el caso del Estado contemporáneo la legitimidad de sus políticas culturales se enmarca en su papel como garantizador de entidad que cuida de todos y que habla en nombre de todos como afirma Coelho (2009). Esta legitimación, característica del Estado del Bienestar, tiene dos líneas argumentales. La primera es la idea de difusión cultural, la que considera que existe un núcleo de bienes culturales o patrimoniales que no sólo es necesario preservar sino que existe una obligación de tratar de poner al alcance de la ciudadanía, o del mayor número posible de ciudadanos. La otra línea argumental es la de intentar dar respuesta a las demandas sociales, un Estado que no es el que tiene la iniciativa como en el primer caso sino que da réplica a las necesidades y demandas de la población. Esta respuesta estatal, en la que basa su legitimidad para elaborar y aplicar políticas culturales se fundamenta, también según Coelho, en cuatro posibles paradigmas. Son:
- – Políticas derivadas de la lógica del bienestar social. Al igual que en otras políticas el Estado corrige las deficiencias que producen las dinámicas de la sociedad y de los mercados en el sentido de corregir desigualdades, desequilibrios y facilitar el acceso, en este caso a la cultura, del mayor número posible de personas.
- – Políticas de corte intervencionista que se justifican en la búsqueda de un sentido que oriente la dinámica social. Dicha dinámica puede ser la búsqueda de una identidad nacional, étnica, religiosa, etc.
- – Políticas basadas en la necesidad de obtener un marco ideológico. Es un modelo similar al anterior y que suele buscar objetivos de reconstrucción nacional o construcción nacional bajo un nuevo marco ideológico.
- – Políticas que se basan en la necesidad de una práctica comunicativa entre el Estado y sus ciudadanos.
Para el autor, estos paradigmas legitimadores de las políticas culturales no son excluyentes y es normal que en ocasiones aparezcan articulados entre sí. Por ejemplo, una práctica comunicativa es una condición indispensable para las políticas que buscan un encuadre ideológico determinado.
Otra perspectiva en torno a la legitimación de las políticas culturales, en clave de lo público, nos la ofrece López de Aguileta (2000) cuando afirma que pese a que los protagonistas de la cultura son los creadores y los ciudadanos en general existe una legitimación para una acción subsidiaria del Estado, acción que justifica en dos argumentos:
- – Que la cultura siempre ha sido una preocupación del Estado. Y aunque las políticas culturales públicas como hoy las conocemos son un fenómeno reciente, los estados en Europa primero y luego en el resto del mundo han intervenido en el ámbito de lo que en cada momento se consideraba cultura de una manera u otra.
- – Que la subsidiariedad es un principio de intervención estatal generalmente aceptado por todos en aras de corregir o complementar a los mercados y a la acción de la sociedad civil. La clave suele estar en determinar el alcance de esta intervención, su intensidad y objetivos.
De estos argumentos, el autor deriva la necesaria intervención estatal en cultura. Y se apoya en tres razones:
- – Que la cultura ha de tener la misma consideración que cualquier otro ámbito de la actividad humana. Para López de Aguileta la política cultural está, de salida, tan legitimada como la social, económica, educativa, etc.
- – Es necesario que exista una administración cultural para satisfacer las necesidades culturales de la población. Liga estas necesidades al aumento del nivel de vida, d educación y de tiempo libre. Se trata de un argumento en línea con el Estado del Bienestar y/o la sociedad de consumo.
- – Si una concepción liberal del Estado nos conduce la cultura al ámbito de la libertad individual, una orientación de Estado del Bienestar se focaliza sobre el derecho de la persona a participar en la vida cultural.
En su fundamentación sobre la legitimidad de las políticas culturales el autor se remite a la Declaración de los Derechos Humanos y, en el caso español, a la Constitución de 1978. En esta línea podemos encuadrar la llamada Declaración de Friburgo sobre Derechos Culturales, una propuesta de un grupo de trabajo de expertos pero que es un intento serio de ordenar la dispersión de los derechos culturales dentro de los textos internacionales y enmarcarlos dentro de los derechos humanos en general. En concreto afirman:
Artículo 11. (responsabilidad de los actores públicos)
Los Estados y los diversos actores públicos deben, en el marco de sus competencias y responsabilidades específicas:
- 1.Integrar en sus legislaciones y prácticas nacionales los Derechos reconocidos en la presente Declaración;
- 2.Respetar, proteger y satisfacer los derechos y libertades enunciados en la presente Declaración, en condiciones de igualdad, y consagrar el máximo de recursos disponibles para asegurar su pleno ejercicio;
Nos encontramos ante la formulación de un derecho que implica una obligación o deber por parte de los estados. Un esquema que podemos comprobar en otras políticas públicas como por ejemplo en educación. Desde las declaraciones internacionales hasta los textos constitucionales de muchos países se refleja que la educación es un derecho de la ciudadanía y por tanto el Estado debe garantizar el acceso a la misma en la mayor igualdad de condiciones posibles. Por esta causa es tan importante que la cultura encuentre su encaje como un derecho más de los ciudadanos ya que de esta forma también se legitiman las políticas culturales públicas.
Otros autores fundamentan la legitimidad del Estado para elaborar y aplicar políticas culturales en la consideración de la cultura también como una actividad productiva y generadora de bienes y servicios tangibles, siempre dentro de un marco de sostenibilidad. En ese sentido Pedro A. Vives (1992) señala que la cultura es un espacio público específico en el que ineludiblemente ha de intervenir el estado. Dicha intervención no responde a una mera expansión del horizonte operativo del estado mismo, sino que procede de la implicación productiva de la cultura en el crecimiento económico y, más extensamente, en el diseño y la obtención del desarrollo equilibrado de una sociedad moderna; a ello hay que añadir hoy día la relación de la cultura con paradigmas operativos como desarrollo humano y desarrollo sostenido. Se trata de una visión en clave de Estado del Bienestar, como otras anteriores que hemos visto, y que legitima la acción pública en que la cultura es parte del sistema productivo de una nación y precisa de la regulación estatal con criterios de desarrollo humano y sostenible.
Esta línea argumental de legitimación de las políticas culturales públicas ha ido en constante desarrollo en los últimos años. Una descripción la encontramos en la Guía para la evaluación de las políticas culturales locales, elaborada por la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) (VV.AA. 2009), cuando trata de describir la supuesta centralidad que han ido adquiriendo las políticas culturales en el conjunto de las políticas locales. Desde mediados de los años ochenta se desarrolla el modelo del triángulo del desarrollo sostenible y que señala como pilares esenciales del desarrollo sostenible a la economía, la inclusión social y el medioambiente.
Proposiciones
Pero la gestión cultural no debe acomodarse acríticamente en oportunidades tecnológicas. No debiera aceptar como cambio devenido el escenario de la crisis neoliberal ni permanecer neutral o desdeñosa ante retos pasados de moda según qué insidia. Si bajo una óptica de individualismo el objeto de la cultura queda satisfecho en la necesaria libertad de opción, el enfoque social más básico sigue señalando que ese mismo objeto comporta un imperativo funcional: opción para ser más libres precisamente y para ejercer en mejores condiciones esa libertad. Entonces, y ya que la tecnología nos proporciona mejores herramientas, la cultura no puede descartarse entre las tareas de lo colectivo a efectos de dicha funcionalidad; pero además, como procedemos de una idea de bienestar que nos ha transmitido qué metas y qué renuncias hacen posibles una mejor vida en común, no cabe gestionar sólo desde los recursos obviando las circunstancias concretas en que la persona se sitúa en el conocimiento, en la cultura, en la trama de su sistema y en el abanico de sus expectativas.
Esto último implica para la cultura y su gestión la exploración de un contexto humanista que ubique al hombre en el centro de las cosas; aun asumiendo el problema de dilucidar qué implica humanismo en tiempos digitales: si sólo es una forma de crítica a la modernidad reciente o, como insinuaba Manuel Cruz, simplemente un objetivo del pasado con el que ahora se revela nuestra impotencia. Cabe pensar que en la contemporaneidad la cultura parece reclamar humanismo al tiempo que lo obstaculiza, lo percibe inhábil frente a las complejidades tecnológica y política; cultura y humanismo sugieren hasta ahora una desiderata cándida e impotente frente al desdén por el conocimiento gestado en la desigualdad sin retorno, en una desigualdad conectada, interactiva y cuantificable pero nunca presentada como frustración cultural —los «chavs» de Owen Jones—. Desigualdad que alimenta nuestra carencia de una «razón común», como ha señalado Antonio Campillo, con la que afrontar los retos y riesgos de vida, convivencia, libertad y supervivencia misma de millones de seres humanos. ¿Sería esa «razón común» el contenido primordial del humanismo de aquí en adelante, la manera de colocar al hombre, a la humanidad como eje de la cultura?
Y a su vez, ¿qué comprende ahora la humanidad? La suma diversa de la especie no puede abstraerse de sus logros como tampoco de sus errores. Gestionar cultura no puede atenerse a la celebración del homo sapiens ni del homo ludens hurtando analógica o digitalmente —tanto daría— las deudas de alienación que han desembocado en desigualdad, o proponiendo que sea viable el futuro devaluando e ignorando los aprendizajes intelectuales del pasado. Si la cultura se enfrenta hoy a una mundialización capaz de maquillar las improntas sociales, religiosas, políticas, laborales de una alienación globalizada, su gestión puede que tenga que retrotraerse a un romanticismo con el que desafiar al márquetin de verdades de esta otra —y cicatera— ilustración digital que nos ha traído hasta aquí. Humanismo entonces a la caza de razón común, como rebelión, con las «humanidades» pero sin academia astringente, con más Grecia y más Roma pero menos latín de tedeum. Humanismo como práctica ética en el conocimiento del hombre y su entorno, pero no como paradigma moral; sin mística ni clave trascendente, sin premisas crédulas en un bien absoluto llamado a suceder nunca. Humanismo con la persona y su libertad, de compromiso y no como asepsia ideológica esgrimida tantas veces.
Claro, se dirá, que una disposición humanista a salvo de chantajes éticos habrá que saber en qué tesitura, qué entorno y con qué recursos será posible. Por lo visto hasta ahora, nada parecido será viable en un sistema social y económico como el que hemos desarrollado y creído disfrutar, basado en lo que Pérez Yruela ha sintetizado como «la insaciabilidad de las necesidades». Si además dejamos correr la nefasta confusión de bienestar con democracia, y viceversa, la cultura seguirá siendo subsidiaria tanto para la sensación de confort personal como para la de convivencia, y un enfoque humanista de su gestión resultará prescindible si no inoportuno. La gestión del mercado del arte o las antigüedades, de las superproducciones escénicas o cinematográficas, de los grandes eventos, muestras y artificios varios, no necesitarán humanismo alguno en corto ni largo plazo porque la economía descontrolada, los frenos institucionales a las mayorías, las ententes mediáticas no habrán clausurado su modelo insaciable; en su derredor, las TIC harán innecesario el humanismo para el videojuego y la interactividad misma —las bazas populares del modelo— completando un círculo impenetrable: el de la cultura ascendida a la especulación. Su gestión será —ya lo es— mercancía optativa en escuelas de negocios.
A pie de obra el avance liberal, y especialmente en su versión thacherista, ha constreñido la expansión de la cultura y sobre todo ha minado en gobiernos y administraciones occidentales su oportunidad histórica y su viabilidad fiscal y financiera. Para esa contención ha sido esencial presentar la cultura local y barrial, la de infraestructuras de proximidad y la puesta en valor del patrimonio como gasto cuestionable del bienestar y como freno a la iniciativa individual o a un saludable emprendimiento privado. En ese gasto, no obstante, había estado la base de un crecimiento, descompensado por sectores sin duda, pero capaz de cimentar la simbiosis entre cambio social y crecimiento cultural —un desarrollo cultural concreto—, sobre la que fue madurando la gestión de cultura. Como el escenario genérico resultante, acrecentado por la crisis, es un retroceso neto de la oferta cultural y un empobrecimiento de los agentes, actores y empresas más cercanos a la ciudadanía, la polarización eidética entre una cultura «culta y tecnológica» y otra «trillada y estanca» ha tomado asiento para quedarse en la mentalidad de generaciones socialmente desubicadas y laboralmente abatidas: la tecnología habrá de ser su link con el conocimiento.
La cultura y su gestión, entonces, pueden acomodarse a una formalidad metodológica conocida o rebelarse con sus herramientas probadas y por descubrir. En el primer caso compondrá una gerencia más o menos eficaz de servicios y productos de un ocio en pronosticable descomposición. En el segundo, con similar materia prima desde luego, gestionar cultura puede jugar un papel en la recomposición del bienestar, en la devolución al ciudadano de su derecho a modernidad, a contemporaneidad; podría, en alternativa a foros virtuales y quién sabe si virtuosos, restablecer para las personas las letras y las artes como encuentro de ideas, de territorio y de tiempo. La cultura, sus símbolos, sus estilos caducos, sus hallazgos superados, podría redescubrirse en calidad de necesidad saciada desde la que el hombre, y la humanidad, consideren cuál vendrá a ser una razón común que reconozca errores e imagine cómo acertar la próxima vez.
Triángulo del desarrollo sostenible
Fuente: Guía para la evaluación de las políticas culturales locales. Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP).
Como indican los autores de la guía estamos ante una teoría consolidada y muy aceptada para explicar las bases de las políticas públicas sostenibles y del bienestar. Sin embargo, igualmente a juicio de dichos autores, la cultura ha desarrollado en los últimos años una centralidad creciente dentro de las sociedades contemporáneas. Citando la obra de Jon Hawkes (2001) se considera que la cultura se ha convertido en un cuarto pilar del Estado del Bienestar y que adquiere por ello una mayor importancia dentro del conjunto de las políticas públicas. Gráficamente concretan así esta teoría del desarrollo sostenible:
Cuadrado del desarrollo sostenible
Fuente: Guía para la evaluación de las políticas culturales locales. Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). Gráfico adaptado de Jordi Pascual.
Completando su marco conceptual para evaluar las políticas culturales públicas los autores apuestan por cinco ámbitos de las mismas (que son los que tratarán de medir en su propuesta de indicadores). Estos ámbitos temáticos constituyen, a nuestra manera de ver, una aproximación bastante acertada a importantes elementos que legitiman la acción pública en la cultura. Son:
- – La cultura como factor de desarrollo (económico, social y territorial)
- – El carácter transversal de la cultura.
- – El derecho de acceso a la cultura.
- – La cultura como forma de participación ciudadana.
- – Memoria e innovación para la construcción de identidad (local en el caso de la propuesta de la Guía).
Como resumen de todo lo anterior podemos afirmar que la legitimidad de las políticas culturales públicas, en el marco de los estados democráticos, se articula en torno a cuatro principios esenciales: valor, derecho, responsabilidad y oportunidad. Este marco de legitimidad es el enunciado en el informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo Nuestra diversidad creativa (VV.AA. 1997), más conocido como informe Pérez de Cuellar, ex-Secretario General de Naciones Unidas y coordinador del informe. Los autores se expresan en los siguientes términos:
- – La cultura es un valor. Un valor patrimonial y simbólico que nos viene de generaciones pasadas, que se enriquece con las aportaciones constantes de los creadores y los habitantes de las ciudades y pueblos. Un valor que es preciso cuidar, administrar, difundir y que debe ser sentido como propio por todos.
- – La cultura es un derecho. El acceso a la cultura debe estar al alcance de todos los ciudadanos. Pero además es preciso avanzar, si se cree en la democratización de la cultura, en la toma de decisiones compartidas por todos aquellos que tienen algo que decir: los poderes públicos, los creadores, los ciudadanos organizados y por todos aquellos que se relacionen con el hecho cultural.
- – La cultura es una responsabilidad. Todos somos responsables de que ese patrimonio común y dinámico se mantenga y pase a las generaciones futuras en toda su riqueza y pluralidad. Existe una obligación evidente de los poderes públicos en este aspecto.
- – Por último señala el informe que la cultura es hoy una oportunidad para la sociedad. El patrimonio y la capacidad creativa se configuran como potenciales de desarrollo. Hay una creencia, como hemos apuntado más arriba, cada vez más extendida de que el desarrollo social y económico están ligados al desarrollo cultural o al menos tienen fuertes lazos.
Una interesante visión de Pau Rausell (Poder y Cultura. El origen de las políticas culturales), desde la economía de la cultura, completa lo afirmado en este informe, en concreto lo referido a la cultura como valor en tanto que fundamento de políticas culturales. Para este autor hablar de valor cultural es hablar de un concepto demasiado amplio y se necesita un análisis más preciso. En concreto, Rausell afirma que comprende varios valores de características distintas, a saber:
- – El valor de la creación. La creación/innovación que todo bien artístico incorpora es un bien público que tiene efectos beneficiosos sobre el conjunto social y, como tal, deben ser soportados por la sociedad. El creador debe encontrar una recompensa a sus esfuerzos. El mercado, exclusivamente, no puede garantizar dicha recompensa por dos motivos: No interioriza los efectos de la creación sobre otros sectores o sobre el conjunto de la sociedad y todo proceso creativo es una apuesta con elevadas probabilidades de fracaso. Implícitamente el autor está aceptando la necesidad de lo público como corrector de las insuficiencias del mercado, la necesidad de políticas públicas.
- – El valor del mensaje. Las formas simbólicas que se transmiten a partir de la obra creada coinciden con valores y conocimientos que son sentidos por la comunidad o son útiles para conseguir mayores grados de cohesión social y progreso. La difusión de determinados mensajes resultan necesarios para ordenar el ideal de sociedad que se pretende que se proyecte conjuntamente. Las políticas culturales públicas tienen la responsabilidad de promover mensaje de pluralidad, tolerancia, libertad e identidad que redunden en la conformación de una sociedad más democrática e igualitaria.
- – El valor de la pluralidad. El autor entiende la pluralidad, concepto político, en clave de diversidad, concepto cultural. En este sentido, afirma que la pluralidad es un valor colectivo de las sociedades democráticas. Sólo mediante el respeto a la diversidad es tolerable la tiranía de las mayorías. Garantizar mediante la producción o provisión pública la pluralidad de la oferta (cultural) es un objetivo de la intervención de los poderes públicos. Se trata de un valor muy ligado al anterior pues una forma en que se refleja la pluralidad es a través de los mensajes, de su diversidad.
- – El valor de la formación. Para el autor los bienes culturales son una base fundamental de la formación y la educación en la tradición humanista e ilustrada. La legitimidad de la intervención pública se basa en el hecho de que la demanda de formación desde la perspectiva del mercado sería inferior a su nivel óptimo ya que los «no formados» no calibrarían las ventajas que les puede reportar la formación y, por tanto, manifestarían demandas inferiores a las eficientes. Otro poderoso argumento en este sentido se basaría en la obligación de promover la igualdad de oportunidades que alimenta el papel redistributivo del Estado en las sociedades occidentales.
Hemos podido comprobar a lo largo de este apartado que existen numerosas bases y diversos fundamentos para la legitimidad de las políticas culturales públicas. Autores diversos, desde la economía a la antropología, justifican el papel del Estado como promotor e impulsor de acciones políticas en el ámbito del sector cultural. A modo de resumen podríamos señalar:
- – Le existencia de derechos culturales. Acceso, diversidad, identidad, entre otros aspectos, tienen ya una amplia aceptación tanto en foros académicos como públicos o políticos. Las sociedades democráticas no se comprenden en la actualidad sin este conjunto de derechos.
- – Aporte al Bienestar Social. La cultura es uno de los pilares de las sociedades del bienestar, a pesar del contexto actual de crisis. Se entiende que una sociedad con más cultura ofrece más bienestar a los ciudadanos.
- – Aporte al Desarrollo. En todas sus variables, material, social, sostenible, humano. Desde la aportación que la cultura realza a las grandes cifras económicas (PIB, cuenta satélite, empleo, etc.) hasta sus aportes simbólicos y de comunicación que promueven la diversidad, las libertades o las identidades positivas.
- – La necesidad de corregir los desequilibrios o fallos del mercado. El mercado eficaz en muchos aspectos también cae en errores y desequilibrios, las políticas culturales públicas se justifican en la necesidad de tratar de corregir los mismos.
- – La consideración de igualdad con otras políticas públicas. Un argumento redundante pero que consiste en afirmar que el ámbito de la cultura, dadas sus características de dimensiones económicas, sociales y políticas, también es susceptible de recibir intervenciones públicas.
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3. Modelos y formas de las políticas culturales
Teixeira Coelho (2009) ofrece una clasificación de las políticas culturales en base a la perspectiva ideológica. Reduce a tres las formas que pueden adoptar las políticas culturales públicas desde el enfoque ideológico:
- 1.Políticas de dirigismo cultural. Las políticas se definen desde las instituciones y el poder político que determinan y definen la acción cultural que se ha de llevar a cabo desde el Estado. A su vez distingue dos subtipos. El primero es el que denomina como tradicionalismo patrimonialista, un modelo en el que las instituciones promueven la preservación del folclor como núcleo de la identidad nacional, por difundirse y defenderse de manera preferente. Para el autor este patrimonio es usado como un espacio de no conflicto en el que todas las clases sociales se identifican. El segundo subtipo es el llamado estatismo populista, un modelo en el que se vale del Estado y de los partidos para afirmar el papel central de la llamada cultura popular.
- 2.Políticas de liberalismo cultural. En sus versiones más radicales estas políticas se basan en el convencimiento de que el Estado no tiene deber alguno en la promoción de la cultura. Su forma más frecuente es el denominado mecenazgo liberal. Éste considera que el apoyo a la cultura resulta más eficaz desde la iniciativa privada o desde fundaciones igualmente no públicas. Afirma el autor que el objetivo es uno solo: encuadrar a la cultura en las leyes del mercado. Se entiende que la cultura deba ser una actividad lucrativa al grado de poder, por lo menos sustentarse a sí misma. En general, este mecenazgo tiende a apoyar las formas de alta cultura y aquellas promovidas por los medios.
- 3.Políticas de democratización de la cultura. Para Coelho se basan en la consideración de la cultura como un ámbito de interés social o colectivo al que no hay que dejar a merced de los movimientos del mercado. Deben tener una amplia base de consenso. Para el autor busca crear condiciones de acceso igualitario a la cultura para todos. Un desarrollo en profundidad de estas políticas sería la denominada democracia participativa. Este enfoque ideológico es el que se alinea más con las bases de legitimación de las políticas culturales que hemos descrito en el apartado anterior.
El enfoque ideológico es necesario e interesante pero insuficiente a los efectos de poder describir la variedad existente de posibles políticas culturales. Cuando hablamos del análisis del profesor Vidal-Beneyto ya nos referimos a los tres modelos que nos señala. Volvemos a este tipo de clasificación porque mantiene su vigencia y ha sido ampliada en los últimos años. Iñaki López de Aguileta (2000) realiza una categorización de modelos basado en la anterior y que distingue cuatro tipos diferentes:
- 1. Mecenazgo estatal. Una política que encuentra su base histórica en el apoyo que los príncipes y la iglesia mantuvieron a las artes durante siglos en Europa. Para el autor, el Estado contemporáneo sustituye a Iglesia y monarquías en su papel de protector de las artes. El mecenazgo se completa con el nacimiento de las grandes instituciones culturales (pinacotecas, museos y bibliotecas nacionales esencialmente) y con la extensión de la instrucción pública a lo largo del siglo XIX. Con estos precedentes vemos surgir las primeras administraciones culturales sobre todo en Europa y luego en el resto del mundo. En la actualidad se trata de un modelo político que aun se mantiene y se combina con el denominado mecenazgo privado o patrocinio empresarial. Como política se centra en lo que se ha dado en denominar como «alta cultura» que se corresponde con el concepto tradicional de las Bellas Artes. Este modelo hace de los creadores y sus obras el centro de las políticas públicas. Una versión contemporánea de este modelo estaría representado, además de las grandes instituciones, por los denominados Consejos de Cultura o de las Artes y que se encargan de distribuir o asignar recursos a los proyectos creativos o a los artistas. Como aspecto negativo de este modelo podemos indicar su decantación por una cultura elitista y la concentración territorial en los centros obviando u olvidando los territorios más periféricos. En ese sentido se puede observar el caso del Reino Unido (Gutiérrez, 2014) en el que el 68% de las contribuciones que se realizan desde los consejos de las artes se concentran en el área de Londres y el 72% de las mismas las reciben las grandes organizaciones culturales, las que tienen unos ingresos superiores a los cinco millones de libras esterlinas. Por el contrario, sólo el 2% de los ingresos fueron a las pequeñas organizaciones culturales (menos de 100.000 libras esterlinas de ingresos) y el 11% a las de tamaño medio (entre 100.000 y un millón de libras esterlinas de ingresos). Se trata pues de un modelo que de una parte apoya la creación artística y la institucionalización de las manifestaciones culturales pero por el contrario no garantiza la igualdad de acceso tanto a la financiación como a los bienes culturales de una manera igualitaria.
- 2.Democratización cultural. Se trata de una política que se desarrolla en los años posteriores a la II Guerra Mundial sobre todo en la Europa occidental. Francia, en la figura emblemática de André Malraux, representan el paradigma de dicha política. Aunque parte de un concepto de cultura muy similar a la política anterior, casi restringido a las Bellas Artes, la democratización de la cultura pretende acercarla al mayor número posible de ciudadanos. Facilitar el acceso de la gente a los bienes y servicios de la cultura. La gran estrategia para la aplicación de este modelo lo constituye la Difusión. Son los tiempos en que crece el número de equipamientos culturales, sobre todo los de tipo especializado como son bibliotecas, muesos y teatros en el afán de acercar la cultura a la gente y en el mayor número de territorios posibles. No es de extrañar que este tipo de políticas coincidan igualmente con tendencias descentralizadoras en ese mismo objetivo de ampliar los públicos de la cultura y de facilitar el acceso a sus bienes y servicios al mayor número de personas. Para López de Aguileta estas políticas suponen un avance respecto a la anterior situación de mecenazgo y consiguen ciertos logros, siendo el principal la creación de un importante circuito de distribución e infraestructuras culturales. No obstante estamos en un periodo en el que el concepto de cultura es aún bastante restringido, casi idéntico que en las políticas de mecenazgo, por lo que tienen un cierto tufo de dirigismo que trata de imponer la alta cultura a las masas. Según el autor también hay que reseñar que sus logros fueron escasos en sus objetivos de difusión cultural. Por otro lado habría que reseñar que es a partir de la aplicación de este tipo de políticas cuando comienza a aparecer y desarrollarse la figura del gestor cultural profesional.
- 3. Democracia cultural. A finales de los años sesenta el mundo sufre una serie de convulsiones sociales que hacen tambalear la organización social y política que sustentaba sobre todo al ámbito europeo y occidental. La plasmación más significativa de estos movimientos sería el Mayo del 68 francés. Un espíritu contestatario y de cuestionamiento se generaliza y a la vez que se ponen en duda ciertos valores, comenzamos a ver el ascenso de otros que se centran en la búsqueda de más libertad, mayores grados de participación y una conciencia más igualitaria entre los más destacables. En este contexto, en palabras de López de Aguileta, el derecho a la cultura ya no se entiende como mero derecho a consumir arte desde el simple papel de espectador, sino a participar desde dentro en los procesos socioculturales, a convertirse en actor protagonista. Ya no se trata tanto de que la gente tenga derecho a consumir los productos de la cultura elaborados por otros, como de que tenga la posibilidad de generar su propia cultura, sus ámbitos de creación particulares de ciudadanos y comunidades. Estamos en los tiempos de la Animación Sociocultural y el animador es la figura profesional emergente en estos momentos. Para el autor, la extensión del concepto de cultura (más allá de la alta cultura), la aceptación de la diversidad (la cultura de minorías de todo tipo, de sociedades no europeas o de grupos sociales tradicionalmente marginados, incluso de formas de expresión artística no reconocidas hasta entonces) junto con las tendencias a la descentralización son los mayores logros de este tipo de política cultural. La democracia cultural sin embargo no acertó en determinados aspectos, por ejemplo el consumo cultural de las masas camina más de la vertiente de los grandes medios de comunicación y se aleja de las propuestas que se hacen desde la Animación Sociocultural. Por otra parte se cae a menudo en el error de sobrevalorar la creatividad ciudadana y de negar la importancia de los creadores profesionales: la ampliación del concepto de cultura no significa necesariamente que todas las prácticas tengan el mismo valor.
- 4. Modelo extracultural. También conocido como modelo economicista y en el que, como esta denominación indica, priman los valores económicos del hecho cultural. Para el autor, el nacimiento de este modelo tiene sus orígenes en la crisis del Estado del Bienestar que se empieza a notar desde finales de los años ochenta. Una de las estrategias de las naciones para encarar la crisis industrial es la de buscar nuevos sectores de actividad económica o potenciar otros que habían permanecido «olvidados» de las políticas económicas de los países. Este es el caso de la cultura, incluso a nivel europeo asistimos a una mirada hacia el sector como uno de los que debe ayudar a dibujar el futuro de los países de la Unión Europea. Algo que se puede observar desde los tiempos del Libro Blanco de Delors de 1993 sobre el crecimiento, la competitividad y el empleo, en el que se señala directamente a la cultura como uno de los posibles yacimientos de empleo, hasta la estrategia Europa 2020 que hace de la creatividad y la formación ejes esenciales de desarrollo. Este modelo pone un especial interés en la dimensión económica de la cultura ya que considera que el sector no sólo genera una importante cantidad de recursos para la economía de un país o región sino que realiza un aporte esencial en otros aspectos como son la creatividad, la imagen externa, la captación de recursos, etc. En palabras de López de Aguileta comprobamos que la cultura goza de una aureola y una capacidad simbólica que benefician la imagen de quien la promueve. Las instancias políticas. Al igual que las empresariales, descubren la creciente importancia de la imagen corporativa y la rentabilidad de las actividades culturales —en especial de las más espectaculares— para crearla o reforzarla. Nos encontramos con un modelo de políticas públicas en el que los proyectos culturales son concebidos más que nada como proyectos de comunicación, de ahí el auge del denominado marketing cultural. Esto hace que en determinados momentos los objetivos culturales pasen a un segundo plano ante objetivos de marca o prestigio territorial (de la ciudad, región o país) o institucional. La rentabilidad política y económica se superpone a la cultural, con los riesgos que esto supone para la autonomía de la cultura y sus creadores. Otro riesgo que suponen estas políticas es la espectacularización de la cultura, el hecho de que se promueva actividades en las que importa sobre todo obtener un gran impacto mediático y de públicos masivos sobre objetivos de más largo plazo y calado cultural. Un repaso de las políticas culturales desarrolladas en nuestro país en la década de los noventa y hasta justo antes de la crisis actual nos muestran un sinnúmero de ejemplos.
¿Qué modelo o modelos de políticas culturales nos encontramos en la actualidad? Sin duda la crisis ha supuesto un impacto traumático para las políticas públicas en general y muy en concreto para las culturales. Más allá de las reducciones presupuestarias que afectan a servicios esenciales como museos o bibliotecas, de las subidas impositivas que desaniman a los públicos y de los recortes en ayudas a las industrias culturales, podemos afirmar que nos encontramos ante un escenario de cambio en las políticas públicas. Frente a este escenario, que algunos califican como cambio de paradigma, lo más cierto que se puede afirmar es que no hay certeza de cuál paradigma será el triunfante y, lo que es más grave, cuál sería el necesario para el sector de la cultura. Los hechos esenciales ante los que nos encontramos y que definirán esas políticas son:
- – El impacto cada vez mayor de las tecnologías de la comunicación. Esto no es una novedad ya que son un factor cada vez más protagonista desde hace ya más de quince años.
- – Los modelos anteriores persisten y resisten, ninguno es hegemónico pero es seguro que habrán de encontrar acomodo y dimensiones adecuadas en el futuro más inmediato.
- – La reducción de los presupuestos públicos, forzados o voluntarios, hace que se estén generando expectativas, a mi entender excesivas, en las posibles normativas sobre mecenazgo.
- – La sociedad civil está empezando a ensayar fórmulas de financiación en la escala micro como el crowdfunding. La retirada del Estado y la inaccesibilidad del patrocinio empresarial ha supuesto para muchos proyectos la necesidad de buscar recursos en la sociedad por vías hasta ahora poco explotadas.
- – La crisis de las industrias culturales «tradicionales» como son las de la música, el cine o la edición. El impacto de las tecnologías de la información y la comunicación las ha cogido descolocadas y tratan de adaptarse al nuevo entorno con mayor o menor fortuna.
- – La indefinición e incertidumbre que en los actuales momentos tenemos sobre cuándo, cómo y en qué condiciones saldremos de la crisis actual.
Con estos condicionantes es difícil saber qué modelo de políticas nos depara el futuro, incluso el más inmediato. Estamos en una situación en la que se podría afirmar que el paradigma dominante es la entropía, la tendencia al desorden, pero que si funciona, al igual que en la Física, desembocará en algún tipo de equilibrio. Sin embargo, lo que si es cierto es que el Estado seguirá teniendo un papel importante en el sector de la cultura por tradición y por vocación, habrá política cultural pública.
Para la Reflexión
La definición que se ofrece en la obra de Teixeira Coelho Diccionario crítico de Política Cultural es la siguiente:
La política cultural constituye una ciencia de la organización de las estructuras culturales y generalmente es entendida como un programa de intervenciones realizadas por el Estado, instituciones civiles, entidades privadas o grupos comunitarios con el objeto de satisfacer las necesidades culturales de la población y promover el desarrollo de sus representaciones simbólicas.
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- ¿Es completa? ¿Qué falta? ¿Qué sobra?
- Lee con atención el anteproyecto de Ley de Mecenazgo de Andalucía (www.juntadeandalucia.es) ¿Qué papeles se reserva la administración pública? ¿Qué tipo de relación se establece entre público, industrias y administración? ¿Será una solución a los problemas de financiación del sector? ¿Promoverá la asistencia a los actos culturales?
- Lee el artículo del profesor Vidal Beneyto y reflexiona en torno a su actualidad y vigencia. www.reis.cis.es
- Una lectura muy interesante. Eduard Miralles ¿Hermanos, cuándo fue que se comenzó a joder aquello de entender la cultura como servicio público en España? Se encuentra en la revista Periférica número 14 (revistas.uca.es)
Documentación
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