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UniversidaddeCádiz
Observatorio Atalaya Servicio de Extensión Universitaria del Vicerrectorado de Cultura de la Universidad de Cádiz

0.3.1 Concepto de cultura para la gestión

Por Pedro A. Vives Azancot

 

La búsqueda del concepto de cultura es una tarea intelectual útil aunque no imprescindible en la gestión cultural. En el ejercicio de dicha gestión sucede que la idea de cultura tiende a enfocarse conforme a pautas surgidas en la praxis, haciendo del concepto una especie de percepción con vida propia, con certezas y dudas que le proporcionan sobre todo un sesgo vital.

La búsqueda del concepto de cultura es una tarea intelectual valiosa aunque no imprescindible en el manejo de las ideas, en la historia de éstas y en la proyección que tienen para la comprensión de lo real, lo imaginario y lo social. La gestión de cultura es una función social relacionada con la percepción, el manejo y el disfrute de lo cognitivo y, a partir de ello, con el desarrollo de la convivencia con vistas a mejorarla. Naturalmente esa búsqueda y esta función no sólo son compatibles sino que su conjunción es del todo recomendable. Ahora bien, en el ejercicio más o menos prolongado de la gestión cultural sucede que la idea de cultura tiende a enfocarse conforme a pautas de la praxis, a adaptarse en una historia particular de prioridades, satisfacciones obtenidas, desencantos almacenados en la memoria, deducciones; una historia con sesgo, llamémosle vital. Un enfoque así es sin duda resultado de una trayectoria intelectual concreta, pero conviene tener presente que no siempre ha sido fruto de búsqueda entre las ideas y que en ocasiones ha venido a ser un cúmulo o una síntesis de hallazgos, como se decía, en la praxis.

Para un editor la cultura está presidida por textos, traducciones y por supuesto erratas; para el músico por partituras y concertinos inhábiles, grabaciones perfectibles, digitación sobre trastes y teclas; un actor puede concluir que la cultura empieza y acaba en el mimo, pero también que es un trayecto de diálogos mejorables, ensayos, vocalización, y malditas primeras filas vacías o, quizá peor, pletóricas de rostros impenetrables. En fin, detrás de cada afán viene por supuesto «todo lo demás»: la cultura es infinita, con lo que cerramos satisfechos todos los círculos. Es sabido. Viene esto al caso, porque el concepto de cultura para la gestión puede seguramente arrancar de una indagación en que la inquietud personal del gestor asiente una base traída de aquí y allá, pero el paso del tiempo acaba mostrando que, si no cada mañana, la vida profesional añade y quita, enriquece y simplifica, haciendo del concepto dichoso una especie de percepción con vida propia, con certezas como corazas y duda e in-seguridad como disfraces: sesgo vital.

Se puede afirmar que cada gestión concreta de la cultura proporciona un concepto de ésta o, mejor, una base conceptual en la que intervienen decididamente tiempo y espacio, experiencia y lugar, memoria e identidad: y, si se apura, cualquiera de esos vectores puede ser invocado en plural. Pero antes y después la cultura seguirá siendo lo mismo: un paradigma complejo pero de ninguna manera inabarcable. La cuestión es comprender el polimorfismo de la misma cosa según sea analizada o percibida; para el análisis pueden seguirse, entro otros, los discursos de Milton Singer, casi ya clásico, o el más reciente de Peter Burke, anotados en la bibliografía. Para la percepción debiera bastar la atención al entorno, la crítica de propuestas herméticas, una básica inquietud social y el discernimiento acerca del legado y su valor proyectivo.

El problema de la mentalidad

Cualquier percepción es garantía de subjetividad. Lo que no implica sistemáticamente el hecho de percibir es la intervención exclusiva del individuo, del yo. Percibimos la cultura —y procedemos o no a conceptuarla— como complejidad dada acerca de la cual pueden existir consensos del grupo y de la sociedad por extensión en los que ela-boramos «nuestra» idea de cultura —incluso una contra-idea de cultura, si fuere el caso—, consensos desde los que podemos teorizar cómo la cultura es conocimiento —pero no «el» conocimiento, es decir, que no comporta género alguno de canon inamovible o dogma exento de crítica—. Pero eso mismo lo constatamos en la praxis mediante ideas apriorísticas de las que podemos pensar que son intuiciones, aunque seguramente se trate de ideas inherentes al proceso de socialización. La cultura, en fin, la percibimos/intuimos desde la mentalidad. Aunque sea cierto que en el campo cultural nos guste más hablar del imaginario porque pareciera una versión de la mentalidad ya contaminada por la pulsión creativa; interpretación que convendría revisar desde sus orígenes en la historiografía francesa.

Lo relevante es que la mentalidad no es estática ni hermética aunque evolucione lentamente, diríase que imperceptiblemente; más aún, ha de tenerse en cuenta que como resultado eidético e histórico es cambiante por naturaleza e incluso, en coyunturas condicionadas por grandes traumas colectivos como grandes guerras o desastres naturales experimenta cambios sustanciales, radicales incluso, que justamente invitan a la conceptualización de una «nueva era», y que Occidente tiende a interpretar siempre en un sentido liberador, de progreso humano, cosa que también cabría cuestionarse. Como quiera que sea la mentalidad comporta y desplaza en el tiempo estructuras profundas de percepción e interpretación de lo real y de lo imaginario, de sí misma incluso: arquetipos, valores o cualidades de lo real, pero también prejuicios y arcanos entre los que no deja de figurar la cultura misma.

La gestión de cultura no puede escapar a la mentalidad ni eludir sus factores constitutivos porque opera en ella y con ellos, de manera que la conceptuación de la cultura por quien la gestiona ha de tener este punto de partida muy en cuenta y saber preguntarse cómo es esa mentalidad, qué vectores eidéticos están presentes o latentes en ella. En principio esa averiguación no parece dificultosa porque siempre es posible identificar un catálogo básico de lo que la gente pensamos acerca de muchas cosas, cultura incluida. Pero esa operación elemental suele quedarse en una observación con parámetros comparativos, en ocasiones incluso tangenciales, ya que recurrimos a fijar y contrastar prejuicios, costumbres, gustos extendidos, modas entusiastas, tópicos o lugares comunes referidos a sectores concretos de la cultura: hacemos un catálogo de valores asignados en la música o las letras o las fiestas, en positivo o negativo, naturalmente. Además contamos con una herramienta relativamente reciente para cualificar lo que puedan ser meras aquiescencias en el entorno social inmediato, como son los estudios estadísticos sobre hábitos y consumo, en nuestro caso de índole cultural.

Los hábitos culturales que suelen medirse informan de tendencias cuantificables que sin duda están insertas en la mentalidad, proceden de ella y la matizan a la vez. Tienen, eso sí, una fundamentación en la oferta y demanda concretas y en un interés estratégico ligado a la materialidad de la cultura que, sin que ello implique minusvaloración, permiten conceptualizar a partir de comportamientos socio-económicos metodológicamente contrastables pero no de las ideas que subyazcan en ellos. Por ejemplo nos ilustran suficientemente sobre el gusto dominante, pero casi nada sobre el gusto insatisfecho que no sabremos si la gestión podría paliar, revertir o compensar de algún modo. Nuestro enfoque ante la mentalidad como contexto de gestión cultural es que nos hemos acostumbrado a aproximarnos estadísticamente a sus síntomas pero no hemos dado un paso más, hacia una demoscopia que hurgue en el sentido precisamente de las ideas comunes y nos acerque a los valores, tópicos, también variaciones de la «cultura» en cada universo social. Porque es distinta la cultura que se consume o se usa porque está a disposición, que una cultura deseada, o esperada o sólo intuida pero no accesible. Resolver este posible desencuentro de conceptos en relación a la mentalidad, ¿es misión de la gestión cultural? Cada vez más, sí.

La mentalidad, como plano eidético compartido, alberga consensos acerca de qué contiene la cultura (por ejemplo, que sobre todo es educación, o sensibilidad ante las artes, o sentido ciudadano), y acerca de las percepciones disímiles de la socialización de la cultura misma entre diferentes tramos generacionales: los jóvenes andaluces, por ejemplo también, consideraban hacia 2010 que contaban con más educación que cultura respecto de sus mayores, y los mayores pensaban en sentido inverso de los jóvenes, que disfrutaban de más cultura pero que era peor su educación. Desde ese nivel tan básico se constata que pueden existir significaciones distintas de conceptos según grupos de edad, hábitat, situaciones laborales e incluso niveles de renta, conviviendo en los consensos constitutivos de la mentalidad.

La lente de los imperios

El único imperio para la gestión de cultura debiera ser el de la razón; pero sabemos que ese también acaba por estorbar. La idea de cultura resulta ser un paradigma sometido a diferentes retóricas consecuentes con cada emplazamiento o posición relativa desde el que se aborda; lo más frecuente es comulgar con un prurito de universalidad, prurito que a veces es simple prejuicio, otras un verdadero complejo y hasta un afán de cuestionable consistencia: ¿por qué la cultura ha de ser forzosamente universalista, corriendo el riesgo de caer en un holismo tan poco práctico?; como sea, cada retórica establece un criterio de razón en la cultura. Lo cierto es que se conceptualiza o se acota la cultura a partir de énfasis distintos capaces de presentar como esferas entreveradas lo que habría de ser concéntrico. La cultura adquiere matices si se aborda desde una retórica estética que no termina de coincidir con lo que dice la de la so-cialización, o la patrimonial, o la de relaciones entre pueblos y gentes; ya hay incluso una retórica del desarrollo para la cultura —coja, porque la ciencia económica no ha tenido ocasión de dilucidar previamente la suya—.

El resultado más influyente de este fenómeno ha sido, en la segunda mitad del siglo XX, un concepto de cultura mundialmente consensuado: el propuesto por UNESCO desde 1982 (Doc.1). Esa formulación de la cultura es, además de sensata y prolija, un hito del hartazgo de Guerra Fría: todo, menos molestar. Si se lee y relee atentamente ese ya famoso —y manido— texto asalta, entre otras, una pregunta capciosa: el mal y sus derivadas ¿no son cultura? Ese consenso mundial, en todo caso, representa el mejor paradigma de un posicionamiento «imperial», globalizante, en el que la cultura siempre sale bien parada y comprensiblemente transida de occidentalismo, cosa que no tiene por qué ser un desdoro. Pero es una perspectiva poco práctica en el plano corto y singularmente en el de la gestión de lo inmediato, porque contempla la magnitud diversa de sus dominios como causa suficiente para que su proyección o su visión termine por ser excluyente, superior a otra cualquiera.

Como en la concepción de la historia de Toynbee, ese «imperio» arrastra un requisito de universalismo eclesiástico que fije ortodoxia y heterodoxia, así como una implícita minusvalía de lo nacional, lo regional, que hoy trasladaríamos a insuficiencia de la comunicación o lo digital ante el canon incuestionable de una «excelencia» apátrida, neutral. Porque la excelencia, conceptualmente, propone una cultura fragmentada, huérfana de sistema, categorizada por un idealismo optimista llamado a marginar, condescendientemente, lo pobre, lo feo, lo malvado.etc. también el localismo, la imperfección, lo desafinado o lo desvaído. Para nada de eso último tenemos consenso cultural ni mundial, y la gestión de cultura que opera en planos muy inmediatos se enfrenta a un concepto que siempre deja su realidad concreta en las escalas menos o nada excelentes. Es, de alguna forma, una tiranía imperial con la que convivir.

La gestión estratégica —propia de las políticas culturales genéricamente— emplea en gran medida esa misma «lente» de los imperios en su conceptualización del sector: necesita totalizar cuando menos la percepción que tiene de la cultura que aborda y, de hecho, tiende siempre a construir sin proponérselo un canon. En realidad se trata de una idea de cultura dominada por los desequilibrios propios del sector —artesano o industrial, tecnológico o no—, abrumada por la respuesta de los destinatarios —audiencias, participación, aceptación— y condicionada, de primeras y de últimas, por el marco de financiación. Si este último no alcanza para paliar las otras dos amenazas, la estrategia suele ampararse en dos conceptos de índole tangencial: transversalidad y eficiencia. O lo que es igual: desvío de responsabilidad concreta y apelación a buenas prácticas dables a regulación. No es necesariamente inocuo.

Ambos criterios son importantes en el enfoque político y teórico, pero su elevación jerárquica en la estrategia avisa cierto grado de dejación e impotencia frente al «campo cultural». El lector, el espectador de cine o teatro, aun el internauta, ¿qué transver-salidad debe deducir, obtener o manejar en su disfrute de la cultura? Como consumidor y aun actor de la cultura, ese destinatario, ¿precisa constatar una u otra gerencia, una u otra eficiencia más allá de la inherente a su capacidad de acceso al hecho cultural y la disponibilidad de éste? Pero tales criterios parecen añadir a la política cultural calidad teórica (conceptual) y objetividad funcional: cánones inapelables. La transversalidad infiere la asunción de que la administración cultural no ha de ser capaz de respuesta al imperio de la universalidad que tiene por delante —brillante excusa—, las buenas prácticas son el peaje colono a la añagaza utópica de la transparencia ante el campo cultural.

Desasosiego del cambio

Cambio y persistencia constituyen un par dialéctico sin el que nada resultaría comprensible. En la cultura introducen el necesario criterio de evolución del conocimiento y sus manifestaciones materiales, sin el que careceríamos de referentes elementales acerca de qué hay que gestionar, de qué ocuparnos. De manera que la gestión de cultura está sometida a los efectos de cambio y persistencia en su objeto de trabajo sea éste las artes plásticas, los videojuegos, la música, la expresión cultural de un grupo humano, materializándose desde lo que solemos percibir como gestión cultural ágil, adaptada a entorno y momento, hasta lo que tildamos de gestión cultural acomodada. Seguramente un concepto de cultura sin requisitos de evolución —adocenada, que no forzosamente rutinaria— se alberga en la programación de fiestas tradicionales o, en general, en una gestión particularmente apegada al calendario de turno. Frente a ésta, una gestión inquieta, innovadora, se reclama como modernidad aunque también tenga que ver con el vicio de la experimentación, de la incorporación a la moda, incluso con la provocación y la sorpresa.

Entre ambos extremos existen naturalmente multitud de grises y lo cierto es que, teóricamente, esas dos posiciones no tendrían por qué dramatizar su apariencia dicotómica. Pero una práctica extendida en tantas administraciones ha generado una escisión así entre una cultura de festejos y tradiciones y el resto insensata pero convencionalmente desposeído de pasado. Es un error; estratégico sin duda; pero no da lustre corregirlo y la pulsión de contemporaneidad, tan extendida en el campo cultural, parece haber reservado la cuneta del conocimiento a la tradición. Lo que late tras una disfunción como esa en nuestra gestión cultural contemporánea es un agobio ante la incertidumbre del cambio, de perder el compás de los tiempos; y un temor atávico a quedar atrapado en el acervo y, por ello, desmarcado de «nuestro» campo cultural.

Pierre Bourdieu estableció el significado de «campo intelectual» como esfera autónoma de la producción de bienes simbólicos, haciendo explícitas las limitaciones de cada uno de esos conceptos dentro del sistema social. Siguiendo esa pauta, y considerando la producción no sólo de lo simbólico sino de sus materializaciones, venimos empleando la expresión «campo cultural» para aludir al subsistema de relaciones (sociales) y realizaciones (económicas) que protagoniza el sector de la cultura. No es preciso, desde luego, estar de acuerdo con este uso, pero aquí conviene para extendernos en otra de las fuentes de diversidad de enfoque de la cultura: el entorno social concreto, su grado de inmediatez y el influjo de su mediatización. Porque nuestro «campo cultural» se asienta por lógica en el sistema social y se proyecta, por razón funcional, también en él. Empieza y termina, para entendernos, en la sociedad estructurada aunque podamos interesadamente particularizarlo, aislarlo, con fines analíticos. Es en este campo así entendido desde el que se elaboran y adaptan conceptos de cultura; este campo es el que va pautando matices, urgencias, objetivos duraderos o no de la gestión: el que sugiere cuál es el núcleo de la cultura y dónde empiezan sus arrabales.

Qué género de cambio llega a perturbar la idea de cultura, es cuestión para la que no hay una clara respuesta. En principio porque la percepción de cambio se trata, en la gestión, de un manejo a veces inmaduro de los plazos corto o largo con que se proyecta. Pero tras lo incierto de la vigencia de los procesos y las cosas subyacen distintos modos de alteración de lo real conocido: el cambio ético nunca parece previsible en plazo breve, aunque sí el giro moral al vaivén de referentes de conducta; el cambio en la estética, aun en el acomodo formal, puede responder a turnos de moda, pero la experiencia acumulativa de la cultura impide cualquier seguridad acerca de su poca o mucha durabilidad. El cambio de los ciclos económicos, ¿altera los conceptos que maneja la cultura o sólo induce variaciones de condicionamiento material, de viabilidad de los proyectos, de consumo, hábitos, estilos y nostalgias? —la economía, ni su historiografía, jamás se ha interesado por sus efectos en la idea de cultura y recién ahora anota el peso del sector en la contabilidad general—. El cambio social, sin embargo, parece inimaginable sin su correspondiente en la cultura, sin cambio en las ideas, en el conocimiento; y aunque desde la sociología nunca se considere la cultura como sector de actividad sino primordialmente como función social, cabe decir su viceversa: que no se imagina el cambio cultural, eidético y material, sin que un conjunto social lo protagonice.

La cultura es función social primero porque ella aumenta o mantiene el grado de integración de un sistema social, segundo porque es referencia objetiva de la acción social, y tercero porque explica los fines de esa acción en la estructura social misma. De manera que la cultura se perturba con el cambio de la estructura, con las alternativas del sistema social, como también puede ser disfuncional, es decir, erosionar la estructura, menoscabarla desde una «anti-cultura» o «contra-cultura» en cuanto elaboraciones de negación del sistema mismo. Y esas son las coyunturas o procesos en los que el concepto de cultura puede aparecerse inestable; en las que la gestión, especialmente la comprometida con lo moderno, puede padecer desasosiego ante el cambio.

Si la gestión cultural se acomete desde un anclaje fuerte o dominantemente sociológico conviene considerar que esta ciencia social —la que más ha aportado y debatido en torno a la cultura— arrastra una cierta dificultad para satisfacer una idea de cultura practicable. Tómese como mejor ejemplo el concepto desarrollado por Giner para «cultura» (Doc.2) para observar lo leve —y áspero— de la relación entre abstracción y resultado, entre esencia y manifestación con que se maneja la sociología al concep-tualizar la cultura. Y a continuación, medítese sobre lo relevante que es para la cultura y su gestión lo diverso y lo concreto. Existe una cierta laguna conceptual entre cultura como función social y cultura como sector de ideas, procesos y realidades concretas, que debe ser rellenada o suplida por el gestor de la cultura —si lo considera de razón, desde luego—.

Hecha esta última observación, cabría preguntarse si es justamente lo imprevisible del cambio lo que suscita la pulsión de modernidad, el afán por adelantarse al cambio en el sistema social, pero a la vez lo que también provoca el aferramiento a la cultura acumulada, al sistema conocido. Es sabido —o no tanto— que la base consensual de lo que asumimos por cultura en un sistema de convivencia se rompe o se escinde con el conflicto social, proceso éste en que, en la escala que le corresponda, la gestión precisa adaptar criterios en consonancia con la realidad en transformación. Dicha necesidad ante el conflicto remite al hecho básico de que la cultura no es en sí armónica y de que en ella coexisten subculturas. El cambio mismo parece imponer o venir acompañado de una subcultura. Si ya la gestión cotidiana enseña la diversidad de enfoques, ante la perspectiva del conflicto, y en él quizá la señal del cambio, habremos de enfrentarnos al problema de la persistencia de ideas, de la rigidez de convicciones y de conceptos perfectamente anudados: la incapacidad de adaptación, la resistencia a las transformaciones, hace de la cultura practicada una subcultura de supervivencia. Sucede, con frecuencia, que a esa subcultura la etiquetamos de tradición.

Las edades de la cultura

De la cultura aferrada a la tradición estamos (casi) convencidos que está llamada a sucumbir. Pero, en general, la cultura apegada al pasado, ¿retarda o tiende a retrasar el encaramiento del futuro, del progreso? Max Weber señaló que el avance y el cambio social implicaba la sustitución de la «costumbre» lo que, de algún modo, ha dominado nuestra manera moderna de pensar el progreso. Pero conviene distinguir dos vías de valoración de una incertidumbre que en uno u otro momento aparece en la gestión cultural. De un lado, la valoración del progreso como transferencia histórica positiva, o favorable, invita a pensar que los estadios del conocimiento ya explotados por el hombre no han de jugar ningún rol «esencial» hacia el futuro, aunque a la vez la constatación del progreso mismo la efectuemos sopesando la evolución del conocimiento hasta evaluar mejor el presente que el pasado, tarea para la que es imprescindible no simplificar ese pasado, reconocerlo complejo como es. Por otra parte, si sucede —porque sucede— que el progreso lo desligamos del conocimiento para asociarlo básicamente a una mejora material, entonces el pasado es simplemente manipulable, una percepción celebrante. Un razonamiento lleva a la funcionalidad del pasado en la cultura; el otro a su ineficacia y maleabilidad de cara a la transformación de la realidad. He ahí el conflicto entre tradición y modernidad que puede llevarnos a una larga digresión sobre el tiempo en la cultura, que aquí no corresponde.

Pero ese conflicto entre tradicional y moderno revela en última instancia una insuficiencia de la función cultural, en la que interviene no poco lo voluble del concepto de cultura así como la idea y el manejo de la historia. La Historia como elaboración científica satisface sólo parcialmente el pasado como fuente de conocimiento; tratando de solventar esa insuficiencia, la «historia cultural» ha propuesto una conjunción de comprensiones del pasado en la que la diversidad de formas del conocimiento compongan una idea, lo más polifacética posible, del pasado intelectivo que nos compete. Ahora bien, esa conjunción no llega al hombre contemporáneo con suficiencia, ni con equidad, porque sólo proporciona a la minoría que la estudia y disfruta —el historiador, es de suponer— un pasado funcional, activo, en tanto que apenas se proyecta en la memoria como para enriquecer la cultura en cuanto bien social. Es más, incluso la minoría que maneja la historia cultural la introduce en la cultura como problema, como debate: o es una cuestión a dilucidar teóricamente, o es sin más el recuento sistémico en el tiempo de resultados, sectores, segmentos de la cultura. Esto último acaba siendo más tranquilizador. Aunque no resuelve conflicto alguno ni solventa la variabilidad conceptual en la gestión.

La gestión cultural precisa, en todo caso, una comprensión lo más extensa posible de las etapas evolutivas del conocimiento, de las edades de la cultura y de la vigencia de cada una de ellas en la construcción de lo que es y ha de ser lo moderno. Más que uno u otro concepto ambicioso de cultura, el pasado de cualquiera de las bellas artes arroja a tal efecto más luz de la que solemos atribuirle. En la historia de cómo se difundieron y qué función acabaron cumpliendo para la estructura social están muchas claves de qué entendemos por tradición y qué por hitos creadores. Esas historias de la música, las artes plásticas, el cine o la arquitectura muestran, cada una y todas en el paradigma general, que el campo cultural ha sido responsable de sucesivos y comprensibles alejamientos desde el «gusto contemporáneo» respecto de sus sociedades coetáneas. Tildamos todo ello de historia de las innovaciones, de vanguardias o modernidad en la cultura, pero solemos obviar que han comportado enajenaciones y descartes del conocimiento y sus avances en la estructura social, fuera por insuficiencia sistémica de la formación, fuese por lo sofisticado de lo nuevo respecto de la mentalidad dominante.

Como parte de ese mismo proceso se han envuelto en «tradición» manifestaciones estéticas o lúdicas o intelectuales, que han atravesado distintas contemporaneidades y, sobre todo, gozado de difusión sostenida, espontánea o inducida, pero que fueron descolgándose sucesivamente de la evolución del «gusto contemporáneo»: en eso, básicamente, ha consistido su persistencia como tradición. Habrá que preguntarse entonces cuándo alcanzarán la condición de tradicionales las pantallas, el iPod y la tableta y qué prodigios los habrán postergado de ese modo; o aclarar si la estética neogótica y los zombis y las lolitas habían sido ya tradicionales cuando han desfilado ante nuestra vista cansada; ¿cuándo una moda —neo o retro— se decanta en costumbre? Porque según sean las respuestas es probable que obtengamos conceptos de cultura con fluideces varias.

Habría, eso sí, que despojar a la tradición de sus atributos de costumbre, no por desconcertar a Weber y a parte de la sociología hasta llegar a Bourdieu, sino para incorporarla sin complejos a la idea y la gestión de una cultura conscientemente abierta a cambio y persistencia. Porque hoy las TIC empujan a perseguir y encarar el cambio con sentido de eficiencia de los soportes y eficacia de los contenidos: y acostumbrar-nos a eso podría hacer de la cultura del futuro una rutina en la que no sabríamos si la tradición estuvo antes o estará por llegar. Venimos comprobando que, con criterio tecnológico, las edades de la cultura conviven o coexisten en la modelación de men-sajes; que las utopías galácticas se tejen con medievalismo de garrafa, que la mono-tonía de acción se edulcora con escenarios y gualdrapas del XVII para simular narra-tiva, que nos han convencido de que las piedras del circo romano ya eran antiguas cuando las montaron: y que todo esto y más es nuestra modernidad porque llega en calesín digital. ¿Es preciso poner orden, fijar conceptos desde la gestión de cultura, lo que sea que quiera decir eso según Millás?

Sería mucho pedir. Basta con estar avisados y procurar transmitir la cultura con algún aditamento de menos, la cultura que incluye a la persona, la que no arrincona a uno u otra en prejuicios de tiempo muerto ni catapulta a aquella o éste por sendas colgadas de precipicios. Pensemos que internet es ya más un hábito que una herramienta y que, a no mucho más, será una vieja costumbre: ¿y tanto o tantas veces habrá cambiado el concepto de cultura cuando llegue esa tesitura? Quienes se hayan ocupado de la gestión cultural hasta dicha fecha es de esperar que tengan por aclarar ciertas dudas, que hayan acumulado un puñado de certezas, que reconozcan más cultura en «Cosas» (**) de Jorge Luis Borges, por ejemplo, que en tal o cual pacto conceptual de foros mundializados. Que no hayan pasado la vista por aquellas líneas de La feria de las vanidades de W. Thackeray que rezan «…Tener razón siempre, ir siempre por delante, no dudar nunca, ¿no son las grandes virtudes gracias a las cuales la estupidez rige el mundo?…», sin sonreírse a sí mismo y mirar otra vez cómo la gente vive.

Para la reflexión

¿Qué concepto, qué idea, de cultura tienen nuestros vecinos, los usuarios de un centro cultural, de una biblioteca, o los asistentes a un concierto, o los mayores que acuden a un centro de día? Pequeñas encuestas locales, aun si no reúnen todos los requisitos demoscópicos de las encuestas científicas, pueden servir a un seguimiento de la idea de cultura en el entorno de su gestión. A modo de referencia sobre qué o cómo preguntar, puede consultarse el Barómetro de la cultura en Andalucía. 2008-2012. Consejería de Educación, Cultura y Deporte; Junta de Andalucía. Accesible en juntadeandalucia.es/culturaydeporte

** «Cosas»:

«El volumen caído que los otros

ocultan en la hondura del estante

y que los días y las noches cubren

de lento polvo silencioso. El ancla

de Sidón que los mares de Inglaterra

oprimen en su abismo ciego y blando.

El espejo que no repite a nadie

cuando la casa se ha quedado sola.

Las limaduras de uña que dejamos

a lo largo del tiempo y del espacio.

El polvo indescifrable que fue Shakespeare.

Las modificaciones de la nube.

La simétrica rosa momentánea

que el azar dio una vez a los ocultos

cristales del pueril calidoscopio.

Los remos de Argos, la primera nave.

Las pisadas de arena que la ola

soñolienta y fatal borra en la playa.

Los colores de Turner cuando apagan

las luces en la recta galería

y no resuena un paso en la alta noche.

El revés del prolijo mapamundi.

La tenue telaraña en la pirámide.

La piedra ciega y la curiosa mano.

El sueño que he tenido antes del alba

y que olvidé cuando clareaba el día.

El principio y el fin de la epopeya

de Finnsburh, hoy unos contados versos

de hierro, no gastado por los siglos.

La letra inversa en el papel secante.

La tortuga en el fondo del aljibe.

Lo que no puede ser. El otro cuerno

del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.

El disco triangular. El inasible

instante en que la flecha del eleata,

inmóvil en el aire, da en el blanco.

La flor entre las páginas de Bécquer.

El péndulo que el tiempo ha detenido.

El acero que Odín clavó en el árbol.

El texto de las no cortadas hojas.

El eco de los cascos de la carga

de Junín, que de algún eterno modo

no ha cesado y es parte de la trama.

La sombra de Sarmiento en las aceras.

La voz que oyó el pastor en la montaña.

La osamenta blanqueando en el desierto.

La bala que mató a Francisco Borges.

El otro lado del tapiz. Las cosas

que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.»

Jorge Luis Borges (en El oro de los tigres .1972)

Documentos

1. La cultura según UNESCO « …la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden.»

(Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales; México, 1982) Puede ampliarse en www.unesco.org

2. Salvador Giner, (en Sociología de1969 y 1976):«…Básicamente la cultura consiste en contenidos de conocimiento y pautas de conducta que han sido socialmente aprendidos. La cultura, pues, requiere un proceso de aprendizaje, el cual es social, lo que no sólo quiere decir que nace de la interacción humana, sino que la cultura consiste en patrones comunes a una colectividad. Estos patrones o pautas, no obstante, son abstractos: la cultura se manifiesta en conducta concreta y en sus resultados, los cuales no son, en sí mismos, cultura. Alcanzamos el concepto de cultura, y sus diversos aspectos, a través de sus resultados tangibles que son acciones sociales y sus efectos. Ambos obedecen a normas, creencias, actitudes; y a éstas llegamos por inducción. No creemos, claro está, en la existencia mágica de normas y entidades fuera del reino de lo humano, y que lo mueven; pero aceptamos la existencia de estados de conciencia a los que llamamos, para abreviar y entendernos, cultura, aunque…«la cultura posee también un importante elemento objetivo. Estos se manifiestan tangiblemente en actos y resultados observables. La cultura misma es abstracta e intangible y sus resultados perceptibles y delimitados en el espacio y el tiempo. Tomad como ejemplo la creencia hindú en las vacas sagradas; como tal, esta creencia es intangible y abstracta, pero se concreta en un sistema de normas de conducta, de reverencia y respeto al blanco bóvido; por eso es posible ver a algún piadoso creyente fallecer de hambre junto a la bestia sagrada, la cual es definida como comestible por culturas diversas. Es más, en contraste con la India, en Lima o Granada un animal de la misma especie sería lidiado y muerto, según otro patrón cultural de muy diferente signo.

«La cultura tiene los siguientes elementos: los aspectos cognitivos, las creencias, los valores, las normas, los signos y los modos no normativos de conducta…»

3. Edward B. Tylor (en Primitive Culture, de 1871): «Cultura o Civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es ese complejo de conocimientos, creencias, arte moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos que el hombre adquiere como miembro de la sociedad.»

4. Bronislaw Malinowski (en la Encyclopedia of the Social Sciences, de 1931), presentaba el concepto de cultura como «…unidad organizada, funcional, activa eficiente, que debe analizarse atendiendo a las instituciones que la integran, en sus relaciones recíprocas, en relación con las necesidades del organismo humano y con el medio ambiente, natural y humano».

5. Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn (en Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions, de 1952): «La cultura consiste en formas de comportamiento, explícitas o implícitas, adquiridas y transmitidas mediante símbolos y constituye el patrimonio singularizador de los grupos humanos, incluida su plasmación en objetos; el núcleo esencial de la cultura son las ideas tradicionales (es decir, históricamente generadas y seleccionadas) y, especialmente, los valores vinculados a ellas; los sistemas de culturas pueden ser considerados, por una parte, como productos de la acción, y por otra, como elementos condicionantes de la acción futura.»

6. Claude Lévi-Strauss (en Antropología estructural, de 1953): Una cultura es «…un fragmento de la humanidad que, desde el punto de vista de la investigación de que se trate y de la escala en que esa investigación se lleva a cabo, presenta diferencias significativas con respecto al resto de la humanidad…»

7. Clifford Geertz (en La interpretación de las culturas, de 1988): «Al creer tal como Max Weber que el hombre es un animal suspendido en tramas de significación tejidas por él mismo, considero que la cultura se compone de tales tramas, y que el análisis de ésta no es, por tanto, una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significado.»

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